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sábado, 9 de abril de 2011

Historia de un sombrero



A Eduard, rey de corazones

- Si yo tuviese la seguridad de verme útil, le contaría a usted las estupendas aventuras que me han sucedido en mis viajes y correrías; pero estoy sentenciado a muerte, ya no me resta esperanza, ya no hay quien interceda por mí, y llevaré a la tumba el desconsuelo de no ser escuchado. Tribunales y jueces hay también entre los hombres, que condenan muchas veces sólo por pasiones o miras particulares, sin prestar oreja, que no oído, a los infelices acusados.

Me sorprendió escuchar tales palabras de un chambergo tan ruin y, entrando en deseos de saber cuáles eran sus estupendas aventuras, le contesté en estos términos:

- Si de algún provecho me puede ser tu relato, desde ahora te doy mi palabra de cuidarte; más si conozco que tu petición es un pretexto para eludir mi decisión, te aseguro que te estrujaré antes de vaciarte en el pestilente contenedor no reciclable. Ya puedes comenzar.

Entonces, tosió el sombrero y dio principio a su curiosa y verídica historia.

- Creo que nací de un humilde borrego y, además, como suele ser en el mundo de los humildes, mi ascendencia se pierde en la noche de los tiempos, constándome, sin embargo, por tradición, que soy piel de sangre real y muy rancia; tanto, que mis antepasados anduvieron saltando de peña en peña por las inmediaciones de Covadonga e incluso alguno, hubo que fue a la conquista del Nuevo Mundo. Pero volviendo al borrego que fue mi cuna, he de decir que era custodiada por unos pastores de mala calaña, pues le alimentaban poco y mal, y no le guardaban consideración de ninguna especie. Según lo que pude oír, quedaron en zamparse a mi contenido y decir que se lo había comido el lobo, vendiendo su piel al trapero, cuyo producto repartirían entre sí buenamente los infieles pastores, sin dar al amo cuenta de ello. A la madrugada, desollejada, marché con el trapero a Murcia, mirando de reojo sus largas uñas que me estremecían, pero gracias a dios, llegué al término de nuestro viaje buena y sana, habiendo disfrutado, algún tiempo, del bello paisaje que por aquellos sitios presenta la naturaleza a los ojos del observador curioso.

Lo primero que encontré al entrar en la población fue una señora elegantemente ataviada, para ser tan temprano, con dos doncellas que la seguían y que, sin duda, iban a misa. La carreta del buhonero se detuvo para entrar en tratos, pues en la señora vio un cliente dispuesto a obtener mi venta como piel mullida para cálida alfombra camera. No consiguió su propósito, pero en el trato pude ver cómo la señora introducía en su faltriquera una carta que con cautela sus doncellas le entregaron. Era una carta de cortejo que la citaba al campo para cuando su marido saliese, como de costumbre, a un pueblo inmediato a ver su escasa hacienda. No tenía el diablo por donde desechar a la buena mujer.

Entramos en un café cuya mujer del dueño había comprado dos cántaros de leche a los cuales tuvo bien añadir seis cuartillos de agua, como luego lo hizo saber a su marido, con gran contentamiento de éste, que aún hubiera querido bautizarlo más. Acertó a entrar en el café un poeta largurucho y desgalichado. Alguna obra traía a vueltas en su imaginativa, a inferir por lo que sudaba. Es de notar que esta clase de gente, saca tanto provecho de las satisfacciones como de los disgustos de la vida pues salen de un oficio de difuntos, agarran la pluma, hablan de féretros, sombras y agonías y, enseguida, van a un baile y, después, zurcen unas líneas rebosando carcajadas, festines, cabelleras y calabazas. Es cierto que muchas veces mueven a compasión, pues suelen ser delgaditos como cañas de centeno, estrafalarios como estudiantes de la sopa, derrochadores cuando tienen qué, como capitalistas, y andan hambrientos casi siempre, como los funcionarios. Son capaces de entrar por el ojo de una aguja, sacar a relucir las faltas de los prójimos y, a costa de ellos, fabrican muchas veces el edificio de su gloria, pues por lo que hace al de su prosperidad, no hay para qué molestarse en pensarlo.

Fui acompañando a nuestro poeta, que me adquirió por pocas pesetas, a su casa, en cuyo piso bajo (que los hijos de las musas suelen habitar en troneras de los tejados) vivía un panadero. Subimos a su aposento, y el honrado panadero, después de saludarle a su manera, se metió en el suyo; y cuando creyó que nadie le observaba, comenzó a rociar el trigo con un escobajo que introducía en un gran caldero de agua y que manejaba como un hisopo. Hecha esta operación, sacó de un talego infinidad de chinas, paja y broza que mezcló también con el grano, echando de las primeras en la sal para vender gato por liebre, acrecentando su codicia y hacienda.

Apareció un taxista que salía por la tarde para Barcelona y viendo el poeta la ocasión para recorrer tierras, subimos prestos a la galera mecánica, carruaje español neto, pesado e incómodo, antítesis de madera que se revelaba contra el galope de nuestros tiempos. Iban en el taxi un ex-fraile, un ex-oficial primero, la hermana de éste y una hembra no muy granada, tuerta y de mala catadura, además de mi persona que hacía de manta de viaje para el regazo tiritón de mi dueño parnasiano. Quejábase el ex-fraile de que el Gobierno, lejos de darle su mantenimiento como prometiera a la faz de la nación, le tenía en ayunas, desnudo y vilipendiado; decía que los pueblos estaban en paro, hambrientos de pasto espiritual, arruinados los conventos y cerrados los templos; en fin, que España era un laberinto, un infierno. El ex-oficial apoyaba al fraile y éste replicaba: - Amigo, ya se ve a usted desengañando. Hace unos pocos días tenía usted un empleo del gobierno, y entonces decía que todo marchaba perfectamente, sin dignarse a echar una mirada compasiva. Pero a cada puerco le llega su San Martín y a usted le ha llegado el suyo, sin ser usted puerco, que antes limpio y lavado le veo. Quiero decir que a usted le despojaron de su destino con la amortización del reajuste y ahora pone el grito en el cielo; y no maldiga a Dios, sino a los benditos políticos, a quines deseo que se queden pegados para siempre en sus poltronas, ya que le tienen tanto cariño; porque, desengañémonos, ¡al que le duele, le duele¡.

Para atemperar la tardía aparición de las Musas, mi dueño hubo de desprenderse de mí para así asegurarse su sustento. Me vendió a un peletero catalán, apenas pisó su destino. Lo que siguió fue un infierno. Me mezclaron con pelo de conejo doméstico en una máquina soplosa. Así mezclado, me unieron con otras fibras, me pesaron, me pasaron a una máquina de apelmazar, me aspiraron el pelo y, a través de un juego de tambores y aspas dotados de un movimiento giratorio vertiginoso, fui proyectado sobre un cono metálico con perforaciones muy finas, provisto de un aspirador, capaz de mantener mi lana y el pelo mezclados sólidamente, unidos al mismo cono. Distribuido de una manera uniforme sobre el cono giratorio, me lanzaron un chorro de agua caliente para peinarme; cambiaron mi nombre por el de Bastido, antes de introducirme posteriormente en las máquinas de abatanar y alisar, de las que salí con gran consistencia. No acabó allí mi martirio, sino que después de esta operación, me introdujeron en unas horribles máquinas de enfurtir hasta reducirme a un estado compacto y resistente. Acabaron llamándome Fieltro.

Experimenté la sensación humana del relajante jacuzzi aquel día en que me zambulleron, mediante ebullición, en un baño de colorante con mecanismos apropiados para que un color azul oscuro me penetrara profundamente. Me modelaron, prensaron, y plancharon, y al acabado final, recibí los últimos toques y adornos como si del culito de un bebé se tratara.

Aturdido, lucí como estrella del escaparate de un comercio especializado en las Ramblas, hasta que un buen día alguien se interesó por mi prestancia y me invitó a viajar a Almería con una empresa de mensajería y un mensaje que decía: "Entregar sin falta". Y en efecto, fui entregado, desempaquetado, viciado y acoplado a una cabeza medio cana en la que raramente me mantenía, pues en llegando al lugar cotidiano de lunes a viernes, presto me depositaba en el brazo cromado del perchero, plantaba el vaso de café en la mesa y a las ocho horas después me rescataba. Con el tiempo me enteré que, el día de su jubilación, rindieron a mi dueño una comida de homenaje, una placa de plata con leyenda y un discurso del representante político provincial, en que no faltaron elogios a la trayectoria laboral de aquel ejemplar funcionario que siempre fue un fiel servidor público sin faltar ni un sólo día al trabajo.


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Aquí remató su historia el más ilustre e ilustrado de los sombreros que han conocido los siglos.


Yo me quedé estupefacto, como quien ve visiones. ¿Sería ingrato y cruel con quien además de proporcionarme recreo e instrucción, me pedía la libertad con valentía y frescura?.

No tuve valor. Lo deposité en mi cabeza, encendí el purito y coloqué el arnés a Mongui.

3 comentarios:

pallaferro dijo...

Tras ardua y larga cadena de operaciones, este ilustre e ilustrado sombreo tiene una misión secreta que cumplir. Creo que empieza a tener sus primeros éxitos.

Gracias por el relatillo, y por permitirme compartir tu vida

Baruk dijo...

Si ya lo decía yo... Una gran cabeza pensante necesita un buen sombrero para que no se le escapen las ideas!!

Tas mu guapetón, aunque el hábito no hace al monje, digo...el sombrero no hace a la cabeza (je,je)

Furacroyos dijo...

De origen tan humilde, de azaroso y difícil camino, sometido al desdén y negocios de quienes no supieron apreciarlo, acabó tranformándose en símbolo de elegancia y distinción... ¿condenada a muerte?. Curiosa y sugerente metamorfosis la que plantea tu relato.


Publicación 2006
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