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domingo, 23 de octubre de 2011

Levantate y anda

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En el pueblo, todo el mundo lo conocía como Antonio "el cojo", el niño que se pasó la infancia por los montes mientras los demás niños estaban en la escuela de Micaela aprendiendo las primeras letras con don Manuel Quesada. Salía temprano de su casa, al amanecer, en busca del pasto para que comiera el rebaño. Se pasaba el día en la soledad del Caño del Aguadero o de la fuente del Espino, sin otra compañía que la de su perro Litri, las cabras y la petaca de picadura de tabaco "caldo de gallina" que sustituía, a menudo, por hojas secas de parra.

Había aprendido a fumar a los ocho años y se tragó el humo y el cigarro, por primera vez, aquel día en que su padre le descubrió fumando en el pabellón de la Era Nueva

En los días de hambre, utilizaba una caña de dos metros para robar las morcillas de la matanza que colgaban en los techos de los cortijos vecinos. La misma caña a la que, en otras ocasiones, solía unir una pestuga seca acabada en tridente para introducirla en agujeros y tejas haciéndola girar hasta liar la "bolina" de los nidos y sacar la puesta de huevos, estirándola. Lo importante era echarse algo caliente al estómago, engañar el intenso frío de Sierra Mágina que le cortaba hasta sus sueños de niño.

Una de sus travesuras preferidas era profanar los bailes de los mayores, donde no dejaban entrar a los niños. Boicoteaba el guateque metiendo, por la gatera de la casa, una lata llena de ascuas de la lumbre y pimientos picantes, todo un cóctel que provocaba una intensa humareda y un olor tan insoportable que obligaba a los invitados a abandonar el baile de forma precipitada. Su padre lo castigaba utilizando un amplio repertorio de tortazos que el niño encajaba con valentía de hombre.

Un día, el pueblo se le quedó pequeño. Aquel mundo de sierra y pastoreo no era suficiente para un joven con sueños de abrirse nuevos caminos en la vida. No tenía catorce, cuando Antonio marchó a Cataluña en busca de trabajo. Allí pasó nueve años vendiendo telas por las calles antes de embarcarse en la aventura africana y emplearse en una panadería del Aiún. Pero también se cansó con ese trabajo y volvió a volar. Se fue a Francia donde se colocó de camarero en un café y logró que el establecimiento tuviera fama por los churros que ofrecía en los desayunos, hasta que la prematura muerte de su padre lo convirtió en cabeza de familia de cuatro hermanos y una madre viuda que había que sacar adelante. Regresó al pueblo para labrar el pedacito de tierra que tenían. Fueron muchos amaneceres en los que los viejos del lugar se encontraban en el camino a un mozalbete subido a lomos de una mula, o dormitando a la sombra de un cañal con la carga tirada en el suelo.

A lomos de aquella misma mula, asistió a momentos decisivos de la historia como la agonía de Franco y la proclamación de la Marcha Verde recorriendo caminos con su carga de fruta y verdura y hasta feliz por la libertad de su oficio y por el dinero que ganaba, suficiente para sobrevivir.

La escaramuza sesgó aquellos años de felicidad cuando fue movilizado y trasladado al Sahara para participar en la defensa de las minas de fosfatos de Fosbucrá, de las que se trajo una medalla al mérito del valor, una silla de ruedas y dejó dos piernas.

Antonio "el cojo" asumió con voluntad de hierro su incapacidad y dedicó la vida a hacerla más agradable a los demás. Toda la habilidad que ya no podía tener en las piernas, la almacenó en sus pulmones y se convirtió en un virtuoso de la armónica. Era la alegría del pueblo. No había fiesta en donde no se hiciera imprescindible su presencia, ni excursión donde no lo llevaran. Tocaba y contagiaba su pasión desenfrenada por la vida. Era el alma de verbenas y de los bailes que se organizaban en las puertas de las casas o en los patios. Tenía el don de escuchar una canción por la radio un par de veces y sacarla inmediatamente con la armónica. Era un personaje público, un tipo con don de gentes, inteligente y enamoradizo. Le hubiera gustado tener novia, pero su invalidez le condenó a la soltería y en ella se quedó, acompañado por su madre y sus hermanos.

En carnaval, más de una vez se vistió de recién nacido con pañales y un biberón lleno de vino en un maltrecho coche de bebé con el que recorría las calles, ajeno a la prohibición de la Guardia Civil. Otras veces, se metía en un cajón de madera con un agujero lateral y montaba un espectáculo ante los asombrados ojos de los curiosos que pagaban por contemplar el impresionante tamaño de su miembro viril.

Su vida cambió cuando conoció a Enrique. Ciego de nacimiento, siempre se negó a tener sus ojos en otro cuerpo. Por eso jamás aceptó a dejarse conducir por un perro. Él controlaba las formas, los olores y los espacios de su mundo.

Por eso, desde pequeño, accedió a ser el monaguillo menor de la iglesia y
se movía por la sacristía como en su propio mundo. Conocía el cajón donde se guardaban las ropas litúrgicas y su tacto nunca lo defraudó. Escogía las apropiadas de cada tiempo litúrgico, preparaba vinajeras, cáliz, amito, cíngulo y hasta accedía por aquella endiablada escalera de caracol para voltear las campanas. El resto de los preparativos, los dejaba en manos de Miguelón, el monaguillo mayor, que siempre intentaba salir a misa en último lugar para obligarle a ocupar el lado derecho del altar, y que así oficiara encargándose de las tareas de encajar la cintilla roja del marca páginas del epistolario y del evangelio en la lectura del día. Enrique, aguantaba el envite y no se movía hasta que el párroco, comenzada la ceremonia sin asistentes, miraba de reojo a Miguelón, imponiéndole su presencia. La vista que el cielo le negó, se le recompensó en el tacto. Palpaba casi con ojos vivos y acariciaba las cuerdas de la guitarra del modo más sublime que pudiera imaginarse.

Comenzó a ser frecuente la imagen del cojo Antonio paseado en silla de ruedas, empujado por un ciego, Enrique. Las escasas instrucciones eran advertencias claras y precisas. Nunca se oyó contar ningún accidente en los paseos cotidianos de tan curiosa pareja.

Acabaron formando un dúo que, arropado por unas cuantas botellas de vino, ensayaba canciones en la "era de las tontas", alejados del pueblo y de las miradas de los vecinos, hasta que llegaron a ser tan atractivos que incluso la pareja de la Guardia Civil, que rondaba por el lugar, terminaba por unirse a la fiesta.

Con Enrique acabó amenizando no sólo los guateques del pueblo, sino la fiestas locales propias y la de los pueblos vecinos. Eran atracción imprescindible en todo el contorno. También con él, aprendió a no creer en la justicia ni en el azar. Fue aquel día en las fiestas de Torres cuando el Ayuntamiento organizó la rifa de un coche y eligió como "mano inocente" para extraer del saco la bola premiada a Enrique, el ciego. Enrique, conocedor de su elección, obligó a Antonio a comprar una papeleta de la rifa y tras instarle a decirle el número otorgado, le rogó introducir la bolita de madera con idéntico número en el congelador. Cuando llegó el momento, introdujo las bolas en el saquito agitándolas y únicamente tuvo que palpar, de entre todas, la más fría. Con este simple gesto, Antonio fue el primer inválido de la zona que tuvo coche. Llegaba con la silla de ruedas hasta la puerta del coche, se colocaba en el asiento del conductor, echaba la el carrillo atrás y, con decisión, arrancaba en medio del alboroto y los aplausos de los amigos, que reconocían su coraje. Antonio, que en su tiempo de pastor en la cima de Sierra Mágina no había logrado encontrar a dios, ahora ya tampoco creía ni en la suerte ni en la justicia. Como tampoco creyó en la utilidad de aquel par de piernas protésicas que Enrique le compró en la ortopedia de la capital....

La fama de sus galas y el medio de transporte, redoblaron sus contratos y ganancias. Ahora, se desplazaban a los confines del término provincial dondequiera que su actuación era requerida. Y entonces apareció Cristóbal, aquél sordomudo que interpretaba los ritmos a través de las reverberaciones que el suelo le transmitía y que se convirtió en el percusionista de la banda. Tantas eran las ganancias que el trío hubo de ampliarse para dar entrada a "Juanillo seis dedos". Su discapacidad era por exceso, pues tenía el dedo pulgar desdoblado en dos y un don especial para la fotografía y el cálculo que hicieron de estas habilidades el mejor curriculum para incorporarlo como tesorero-contable y diseñador gráfico de tan extravagante grupo.

La aureola de fama que se generó entorno a ellos, hizo salir a la calle a centenares de marginados. Eran todos aquellos que, por tener algún defecto pronunciado, vivían postergados, sin vida propia y objeto de burla despiadada: "los baldaos". Así, en poco tiempo, los conciertos que celebraba la banda del "Cojo filaña" en las noches de verano a cielo abierto, resultaron poblados de seres que se desplazaban en "carretones", una tabla con ruedas de patines que, sentados encima, hacían desplazar impulsándola con tacos de madera que frotaban en el suelo con sus manos. Luego, el fragor de la música y el éxtasis de los espectadores, era aprovechado, desde el plano imperceptible del suelo donde nada tiene valor ni cuenta, para registrar los bolsos y sustraer cuanto en ellos había de valor..

Antonio recaló en su inusitada presencia y, lejos de reprenderlos, los organizó. Se constituyeron en elemento esencial de sus "actuaciones" con lo que el trabajo del "Seis Dedos" se triplicó, pues lo obtenido acababa en la caja común y luego rendía beneficios a los trabajadores ocasionales y de ocasión. Tan exagerada fue la campaña, que las continuas denuncias por hurto que se producían en cada concentración de la "Banda del cojo filaña" se acumularon en todos y cada uno de los cuartelillos por donde habían pasado. Todas señalaban como autor y cabecilla a Antonio "el cojo", quien todavía recuerda la noche que fue detenido y en la que tras ocho horas de interrogatorio fue abofeteado por el Comandante de Puesto de la Guardia Civil cuando inocentemente le preguntó: "Oiga, don Caradepalo, aquí dónde se mea". Nunca comprendió la reacción del Sargento, ni nunca llegó a saber que se llamaba Crescencio, porque jamás le explicaron que caradepalo sólo era el mote con el que era conocido en los contornos el tal Crescencio por su carácter y faz adusta.

Hasta los calabozos llegó Enrique con las piernas ortopédicas, su regalo ignorado y más despreciado por Antonio, y cuando a la mañana siguiente fué puesto Antonio a presencia judicial, todavía recordaba la única frase que su amigo Enrique pronunció en la visita del día anterior: ¡Levántate y anda¡. Antonio compareció con pantalón azul marino largo y camisa blanca y cuando fue llamado por el Juez, se incorporó asistido de un bastón. Ante tal comprobación "de visu" por parte de un Tribunal que juzgaba al autor de unos hurtos producidos por discapacitados cojos de ambas piernas que aprovechaban su desplazamiento en carretón para desvalijar bolsos, la acusación devino improcedente por insostenible. Si a ello unimos el hecho de que el Ministerio Fiscal, ajeno a las circunstancias personales, propuso de testigos de cargo a Enrique y a Cristóbal, la sentencia absolutoria resultó obligada.

La fama de Antonio se expandió como reguero de pólvora. Eran centenares, miles de "baldaos", los que solicitaban audiencia y pertenencia a su grupo, al que empezaron a considerar como escudo protector y hasta redentor de su situación. A todos ellos, Antonio acogió proporcionándoles cobijo y organización.

Feroz republicano de izquierdas, la Democracia le regaló a Antonio un rey que nunca quiso ni reconoció, un país fragmentado en taifas y dos leyes: La de Asociaciones y la de Integración Social de Minusválidos. Con la primera, Antonio obtuvo el marco perfecto para erigirse en capitoste nacional de disminuidos como consecuencia de una deficiencia, previsiblemente permanente, de carácter congénito o no, en sus capacidades físicas, psíquicas o sensoriales, que desde entonces dejaron de llamarse "baldaos" para ser tratados como discapacitados; con la segunda, el reconocimiento y obtención de subvenciones estatales y autonómicas.

Supo aprovechar los nuevos tiempos para exigir la integración laboral de sus asociados en los puestos de la Administración estableciendo la cuota correspondiente en las listas de contratación; pactó los derechos de reserva en las zonas de aparcamiento público, medró en los contratos y planes urbanísticos para garantizarse la contrata de elementos de accesibilidad y hasta logró concesión de la Sociedad Estatal de Loterías y Apuestas del Estado para organizar sorteos diarios mediante venta de cupón por parte de los miembros de su asociación. No en pocas ocasiones, Antonio prestó sus favores y los efectivos humanos de su entramado asociativo al político de la oposición de turno sacándolos a las calles en incendiarias manifestaciones de protesta por cualquier tema de candente actualidad, por los que recibió reconocimiento y poder, pues no sólo resultó nombrado hijo predilecto de su Comunidad, sino elegido Diputado en Cortes en todas las legislaturas por las más diversas formaciones del variopinto espectro político.
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Hoy, Antonio, mientras enciende un cigarrillo tras otro, me confesaba que sigue sin creer en dios, ni en la justicia, el azar ni la política. Que no volverá a presentar su candidatura y se dedicará a pasar los días en el refugio que tiene en el gigantesco patio de su mansión, bajo la sombra de una higuera que mezcla sus aromas y ramas con un viejo limonero y a soñar con los bailes de juventud y los amores que se quedaron en el camino.

8 comentarios:

pallaferro dijo...

Se cuenta que fue habitual que, desde entonces, el entorno de la "era de las tontas" se convirtiera en lugar idóneo para ensayar los dúos. Un escenario natural con un telón de fondo de lujo!

Y se cuenta que, con los años, la higuera y el limonero consiguieron dar sombra y cobijo a esos baldaos que, sin creer en Dios, ni en la justicia, ni en el azar, ni en la política, depositaron su esperanza en creer en la especie humana.

Un abrazo,

cdeburgos dijo...

Esta historia es de las que hacen sentir al escucharla, creo que cada parte de su vida tiene mucho interés y se podría escribir más de un libro con ella. Saludos Carlota

Anónimo dijo...

Como metáfora, no tiene desperdicio.

Como realidad, tampoco. Incluso ahora que la recuerdo, me sale la carcajada, al pensar en el sarcasmo y las ocurrencias. (Me pregunto, teniendo en cuenta tu tendencia a reciclar, Malvís, si tendrán algunas de sus intrahistorias alguna base de experiencia real.) Y es que describes y narras de tal manera que a una le parece estar siendo robada en una de las fiestas o ser una de las mujeres que se piensa si entrar o no a ver la mítica imagen de la caja... Para desternillarse...

Pero, como siempre, me quedo don un detalle que me ha hecho sentir bien, "imaginar bonito":

"... bajo la sombra de una higuera que mezcla sus aromas y ramas con un viejo limonero..."

¡Qué placer!

Rubén Oliver dijo...

Dale piernas a un cojo para que tras una vida de lucha vuelva a su patio a soñar...
Muy buen relato.
Un abrazo.

Baruk dijo...

Un ocurrente y genial relato, como es habitual en ti. Como aquel constructor que levanta una catedral con elementos de templos caídos, es de admirar el ingenio arquitectónico que posees con las palabras.

Me encanta la foto del personajillo sentado, seguro que es alguien muy peculiar y con una vida digna de relato.

Besos

Pilar Moreno Wallace dijo...

He quedado atrapada en esta historia que me ha resultado casi "palpable"". También a mí me ha encantado la foto; en realidad inspiradora de tantas vivencias.
Un abrazo

SYR Malvís dijo...

Así es, Pallaferro, un magnífico escenario para rememorar dúos y recuperar la confianza en la espoecie humana. Pero sóla con esa que resulta excepcional.
Un abrazo del Calvario.

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Sí, Carlota, algún día quizá haya que reescribir la historia de Miguelón, Juanillo, Cristóbal y todo ese mundo infantil que acaba por hacerte adulto.

Gracias por tu comentario y un abrazo.

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¡ Ah, las intrahistorias, Anderea¡.
Sólo decirte que no soy cojo ni ciego ni sordo ni tengo seis dedos. El resto... tendrás que descubrirlo.
Un abrazo.

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Rivi, ¿ acaso después de tan larga búsqueda en el camino de cada una de nuestra historia personal, no acabamos descubriéndonos bajo el sicomoro originario?.

Gracias y un fuerte abrazo, amigo.

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Barukita, me has emocionado con tus calificativos hasta el punto de hacerme creer que podría construir un edén con tan sólo palabras. Muchas gracias. Y ese personajillo de la foto, alguien que es tan importante en mi vida, que a veces creo que es mi propia vida.

Un beso.

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Pilar, gracias por estar siempre enganchada. Me alegra que alguien con un setido tan poético y literario como tú, disfrute con estas lecturas.

Un saludo

Anónimo dijo...

"Sólo decirte que no soy cojo ni ciego ni sordo ni tengo seis dedos. El resto... tendrás que descubrirlo".

No había visto yo esto, Malvís. No sé... pero, en general: "Dime de qué presumes y te diré de qué careces", que decían en mi pueblo. Ja, ja, ja...


Publicación 2006
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