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lunes, 5 de enero de 2009

Ahora que estamos solos los tres

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Escucha cariño, te contaré cómo conocí a Ricardo. Quizás ahora ya no te importe eso ni nada realmente de este mundo, ya sé lo que has pensado siempre de la vida, pero creo que es una buena ocasión ahora que estamos solos los tres.

¿Recuerdas cuando nos casamos; siempre un puntillo de acidez, de desconfianza, de ya veremos si esto funciona? Yo entonces sólo tenía ojos para ti y tú para mí. Pobres ojos.
¿Recuerdas cuando mi padre enfermó? No quisiste ir ni una sola vez a Murcia, siempre tan ocupado, la joyería no podía funcionar sin la cabeza del negocio. Mi padre murió y se fue abriendo una pequeña brecha en el muro de mi corazón. Después mi madre. Casi veinte años viviendo sola, autónoma, toda revestida de autosuficiencia, y de improviso quedó prácticamente inmóvil de cintura para abajo. Tampoco fuiste conmigo ni una vez a verla, ni siquiera por cumplir, por hacerme el gusto, en los casi dos años que pasó ingresada en la clínica. Allí, conmigo, estaba Ricardo dándole sesiones de fisioterapia a ella y algo de charla y esperanza a mí. Allí estuvimos juntos, uno a cada lado de la cama durante muchos, muchos meses, y poco a poco llegué a conocerle y a quererle como era, con sus manías y también con sus gracias y sus risas sin venir a cuento. Quizás sea un poco como tú y un poco como yo, un punto de encuentro en nuestra pareja, el vértice del triángulo, la cuadratura de nuestro círculo demasiado cerrado.

No creas que ignoro lo de Raquel. Sí, no hace falta que pongas esa cara tan seria e inexpresiva, fría como el mármol. Siempre lo he sabido. Si no es por ella, ¿por quién si no de repente empezaste a viajar a Córdoba el último fin de semana de cada mes, de viernes a domingo? ¿Crees que me tragué eso de que la Feria de Muestras de Joyería, que antes era anual, ahora se celebraba cada mes, uno tras otro?

Decías; “A comprar género y a ver las nuevas tendencias de orfebrería, este año sobre todo de oro blanco”.
¡Una mierda! Sí, eso. Ibas a ver a Raquel, incluso vi su cara en un folleto de la última Feria “real”; una azafata preciosa, cordobesa morena y de unos veinticinco años, que abría la primera página cantando las alabanzas del producto cordobés. ¡Vaya si te gustaba a ti el producto cordobés! ¿Crees que no me di cuenta de las prisas por salir de madrugada el viernes, con el Audi reluciente, brillante, vestido con chaqueta y corbata de seda? ¡Y eso tú que las odiabas casi tanto como lavar el coche!

Yo cerré los ojos y dejé correr. Me la estuviste pegando más de tres años y yo tragándome la bilis, los sapos y la desgana. Era evidente que la competencia era difícil, imposible; ella era más joven, más alta, más morena, seguro que más complaciente y seguro que siempre a punto. Tenía casi todo el maldito mes para depilarse, comprar lencería nueva, ir a la peluquería, al gimnasio y a la sauna. Cuando te dejó lo noté enseguida, se te cayó la sonrisa que te iba saliendo, tímida y casi temerosa, conforme iba avanzando el mes. De todas maneras parecíamos una familia casi feliz. Aunque una pareja sin hijos yo creo que no llega a ser familia, los hijos combaten el hastío y desplazan el egoísmo y las mezquindades. Pero bueno, eso ya pasó. A mí ya no me importa nada.

Lo mío con Ricardo era diferente. Se podría decir que cuando tú volvías el domingo por la noche de tu visita mensual venías oliendo a hembra, de tanto como habías entrado en ella. Te bañabas en su cuerpo joven, como en una nueva versión de Dorian Gray. Un vampiro que envejecía lentamente junto a mí y renacía, casi regresaba a la adolescencia, después de libar la sangre de Raquel, sus jugos más íntimos. Ella podría haber sido tu hija, casi tu nieta, la hija de la hija que nunca tuvimos.

Ricardo y yo no teníamos esos problemas, en parte porque los dos pasábamos, como tú, de los cincuenta, y los cuerpos pedían más una buena comida y una caricia que un rato de desenfreno y un adiós y hasta la próxima.

Mientras tú ibas a Córdoba, a ponerle nuevas joyas a tu tesoro, con la excusa de la actualización comercial, yo me iba a cuidar a mi madre a Murcia. Cuando ella murió su casa se quedó sola, desvalida. Mi madre tenía algo de pasión por ella, por sus macetas y su patio. Yo no quise venderla y acordamos salir los dos el viernes por la mañana, cada uno en su coche y en dirección contraria. Dirección Raquel, dirección Ricardo.

Las manos de él eran de verdadero oro, sus manos eran su trabajo, lo hacía bien, especialmente los masajes a las personas “mayores”. Yo, más que mayor, me sentía vieja, gastada por el uso, como una moneda rayada y roída, con los cantos lisos y sin filo. Ricardo, con un poco de aceite y sus manos, rescataba de mi piel el brillo y los reflejos que me recordaban mis baños en la playa, cuando iba a la Universidad y todos iban a la vez detrás de mí. Yo me fui al final con el más imbécil, el más presumido y también el que más me ignoraba. El único que lo hacía. Maldita condición humana.
Me propuse conquistarle y lo conseguí. Me llevé de premio a un hombre frío por fuera y helado por dentro, educado, razonable, pero gélido y duro como el oro, casi tan duro como el diamante. Nunca me gustaron las joyas y el destino me llevó a casarme con un orfebre.

Ricardo no sentía ningún interés por eso, ni por nada más, que yo recuerde, fuera de mí, de su trabajo y de la cocina. Como tú, siempre había estado solo, como tú, había crecido en una inclusa, tú en Granada y él en Murcia. Los dos siempre tan solos, tan diferentes en todo y tan iguales en eso. Tú fuiste más ambicioso, conseguiste becas para estudiar, financiación y montaste un buen negocio. Él únicamente quería ayudar a los demás, no hablar demasiado y cocinar. Era su delirio. Quizás echaba de menos las comidas que nunca le cocinó la madre que nunca tuvo, los bocadillos para el colegio, los postres especiales o las tartas de las fiestas de cumpleaños. Era un cocinero maravilloso. Para él monté en la casa de mi madre una cocina industrial, con un inmenso frigorífico americano de dos puertas, dos hornos eléctricos e incluso uno grande de leña en el patio, para hacer el pan, las ensaimadas y las tortas gallegas, rellenas de lo mejor que podíamos encontrar.
Después de comer quizás echábamos un rato en el sofá, pequeñas caricias, o en la cocina, llena de platos exquisitos que apenas podíamos comer. Entre bromas me decía siempre que lo nuestro era un verdadero amor “platónico”, con risitas al final de la frase. Las verduras de Murcia son una maravilla. Solíamos ir de vez en cuando por el Rincón de Pepe, a inspeccionar la carta. Armados como turistas japoneses le hacíamos fotos a los postres, a las carnes, incluso a la disposición de los manteles y los cubiertos; tomábamos notas para luego montar el Rincón de Ricardo en mi casa.


Llevábamos ya casi cuatro años: tú nunca fuiste a Murcia, él nunca había venido aquí. Imagino que algún cable maldito se cruzaría en vuestras cabezas, en el cielo o en el infierno, para llegar a coincidir esta mañana en la rotonda de la entrada norte de Almería. Cuando me llamó la policía no podía sospechar nada de esto. Me mandaron directamente al hospital. Al llegar a Urgencias y preguntar por ti, la muchacha del mostrador me dio directamente el pésame, sin mucho sentimiento, y me indicó el ascensor que bajaba al sótano, al depósito. En medio de una sensación de mareo y asfixia bajé ya sin esperanzas pero también sin lágrimas.

Después de reconocerte y observarte unos minutos el enfermero me comentó que el que estaba tapado a tu lado era el otro hombre, aún sin identificar, el que había chocado contigo al tomar la rotonda. Estaba cubierto y no sé por qué tuve interés en saber quién era el acompañante de mi marido en el camino al cielo. Levanté la sábana y caí al suelo después de ver la cara de Ricardo tan fría y blanca como la tuya. Cuando me despertaron me hice cargo de vosotros dos. Les di sus datos, los tuyos, expliqué que yo era vuestra única familia y llamé a la funeraria y aquí estamos ahora los tres, tranquilos, esperando que amanezca otra vez.

Aunque no os importe ya casi nada, no pongáis esa cara, tengo que deciros que esta gente se ha portado muy bien. Me han ayudado con los papeles y a elegir algo que pensé que os habría gustado a los dos.
Algo poco lujoso, de madera en tono suave, y para después en terracota, cada uno en su pequeña urna en el mueble del comedor. Quedareis muy bien, cómodos, los dos juntos. A mí ya sólo me queda esperar.-


Primer Premio “Candil Literario de Cuentos” 2006

9 comentarios:

pallaferro dijo...

Y es que el mundo es como un pañuelo. Aunque unos dicen que està lleno de mocos y otros lo ven lleno de lágrimas. Enfín, lleno de "casualidades" del destino.

Felicidades, y con los créditos que aporta el relato... todo un lujo poderte leer!

Un abrazo y feliz año!!!

Anónimo dijo...

Gracias por los comentarios. ¡Feliz año nuevo y poca crisis! Es cierto que el mundo a veces es como un pañuelo, a veces de papel y a veces de los caros de Hermés, a veces como una rotonda de la que nunca consigues salir y a veces como un viaje a la Luna, de todas formas es lo que hay. El destino es el dueño del universo pero no sólo hay que mirar al cielo porque los hoyos suelen estar en el suelo. Un abrazo y un chocolate caliente para el frío.

Anónimo dijo...

Anoche, Cristinita, nos sorprendió(como es habitual) con su característica "vena filosófica". Como respuesta telefónica a un "¿Cómo vas?" ella contestó que tirando. La hermana feliz y risueña como de costumbre le dijo que de qué tiraba, la contestación fue rápida, contundente y profunda..."DEL CARRO DE LA VIDA" ...

¡Feliz Año Nuevo y procurad llenar el "carro de la vida" de cosas agradables y leves pues los grandes pesos que lastran ya nos caen solos!

Besos a todos.

Anónimo dijo...

muy interesante, y muy merecido el premio.Besos Carmina

Alkaest dijo...

¿Real, como la vida misma, o ficticio, como la propia realidad?
¡Dificil de elucidar!
En cualquier caso, mis felicitaciones.

Salud y fraternidad.

Anónimo dijo...

Existe el destino, la fatalidad y el azar; lo imprevisible y, por otro lado, lo que está determinado. Entonces como hay azar y como hay destino, filosofemos.

Anónimo dijo...

El destino se burla de las leyes de la probabilidad, lo más seguro es que te topes con él por el atajo que tomes para evitarlo y es que como decía Virgilio (la antigüedad también es un grado) "Lo que ha de suceder, sucederá".
Mi padre, ya en tiempos más modernos, también tenía su sentencia y la verdad que no era menos cierta "Si naciste "pa" martillo del cielo te caen los clavos"
Seamos "creadores" de buenos momentos y disfrutémoslos con fruición pues no sabemos quién o qué vendrá a recordarnos que, "por el pecado original de nuestros primeros padres"(ESO DICEN!?), hace ya mucho que perdimos el paraiso.


Un fuerte abrazo.

Anónimo dijo...

Nadie que no sea un Dios puede escapar a su destino... ¡convirtámonos pues!

Anónimo dijo...

Enhorabuena.


Publicación 2006
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