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lunes, 17 de diciembre de 2018

Juegos de la Navidad







A mediados de los 50, a comienzos de diciembre, semanas antes de la Navidad oficial, los niños cogíamos tortas de musgo adheridas al peñón del Cerrillo de los Villares para adornar un belén de figuras entrañables que transitaban por un camino de aserrín que nos regalaba Benito, el hijo de Agustín el carpintero, y al que coronábamos con un matiz de polvo de talco para conceder realismo de la verdadera capa de nieve que cubría las casas y calles de nuestro pueblo, Albanchez.

También, por entonces, las postales navideñas comenzaron a llamarse vulgarmente christmas, pronunciado “crismas”. Cuando llegaban las vacaciones, las casas se llenaban de dulces, se dejaba de ir a clase sin estar enfermo, se escribía la carta a los Reyes Magos, y se podía ver en persona a Blas, el cartero, que solía portar un maletón de cuero grueso y recurtido lleno de postales navideñas, que llevaba siempre colgado en bandolera, incluso en los ratos en que compatibilizaba su función con la de alguacil junto con Joaquín.

Llegaba la Navidad y el estanco de Juan José, frente a la torre del reloj y de mi tía Rafaela la telefonista del pueblo, se llenaba de las caras de Ferrándiz como anuncio de las felices fechas que llegaban en unos años en que la vida era dura, sin apenas dispendios y con pocas celebraciones, pero en la que, para muchos, los sentimientos se vivían más a flor de piel. Junto a los crismas, la lotería, la música de los villancicos, escribir y echar la carta a los Reyes Magos y poner el belén eran hitos de la Navidad de los niños de mi generación.
Para "echar" las cartas, era imprescindible comprar el sello. Los sellos (hoy elementos casi desconocidos para aquellos menores de 25 años) también tenían su atractivo para los niños, ya que eran elementos codiciados… Aun usados, se aprovechaban para fines solidarios (aunque antes no se llamaban así y se preferían las palabras “caritativos” o “humanitarios”). Fernando el de "jarrucho" y yo los recogíamos y hacíamos paquetes de cien que atábamos con goma elástica y los enviábamos a una dirección concreta aunque desconocida. Se decía que eran «para los negritos» (hoy expresión políticamente incorrecta), o «para las misiones», y nosotros, ingenuos, no llegamos nunca a comprender la existencia de numismáticos aprovechados.

El texto de las tarjetas acostumbraba a escribirlo el que tenía mejor letra de la casa y, una vez concluido, se iba pasando a todos los miembros para que firmaran. Hoy resulta muy conmovedor constatar cómo convivían en el mismo espacio las letras inmaduras de los niños, las más redondeadas de los adultos, junto a las picudas de los más ancianos… Si había prisa, algunas veces se hacía trampa y la madre firmaba por todos imitando la letra de los distintos miembros, aunque muchas veces «se notaba».

Una vez terminado el proceso, venía el pegado de los sellos. Aunque en muchas casas había una especie de esponjita en un pequeño envase redondo que se mojaba con agua, los niños solían preferir hacerlo con el básico método del lametón, aunque dejara mal sabor de boca y a veces los sellos así pegados quedaran un poco torcidos.

El siguiente paso era pasar por la estafeta de Correos, aquel minúsculo cuartucho de la calle Calvo Sotelo en donde Carlos, con el habitáculo repleto de papeles y de cajas de mantecados "La Estepeña" de los que era representante local, con una desesperante parsimonia y prudencia se aseguraba, pesando la carta, de la tasa del sello antes de proceder al sellado, con artilugio mecánico, de su franqueo. Eran unos días de tanto ajetreo, que eran los únicos del año en los que no se veía a Carlos dar su vespertino paseo desde Albanchez hasta Gútar rechazándo ser recogido en el Dauphine verde por Valentín o por Pedrillo.

En la mayoría de los hogares, los christmas se convirtieron en importantes elementos decorativos, junto al espumillón, bolas y nacimientos. Algo más tarde llegarían los abetos, naturales o artificiales, que se unirían a la decoración navideña… En algunos salones pudientes, los christmas se situaban encima de la chimenea o sobre el televisor, que parecía ser su lugar natural, pero, como la mayoría de los hogares no lo tenían, se exhibían en la mesita de la entrada o en algún otro lugar destacado. Normalmente se colocaban abiertos por la mitad para que se mantuvieran de pie. Cuando era una cantidad importante, existía un orgullo inherente en exhibir ante propios y extraños lo que simbolizaban: la demostración fehaciente de tanta gente que se había acordado de ellos en esa época, consecuencia del gran afecto y consideración del que gozaba la familia.

En el núcleo familiar se solía comentar lo bonita que había sido la de Fulanita, se echaba en falta la del que siempre solía felicitar y este año no se había recibido, o se comentaba la diligencia de Zutano, siempre el primero que llegaba al buzón.

El mensaje solía ser estándar: «Feliz Navidad y próspero año nuevo»; los más lacónicos: «Felices Fiestas», el hoy olvidado “Felices Pascuas” y otros incluían mensajes personales más o menos informativos de la situación familiar. Muchas empezaban: «Espero que al recibo de esta estéis todos bien. Nosotros bien, gracias a Dios…». Algunos se salían un poco de lo normal: se escribían torcidos en ascendente, en la cara opuesta, o incluían una participación de lotería o algún billete, pero todos terminaban con palabras más o menos afectuosas dependiendo de la proximidad del destinatario: «Os quieren», «No os olvidan, «Con cariño», «Recibe nuestro afecto». En muchos casos, era la única toma de contacto anual entre parientes y amigos de localidades distantes.



Pocos entonces sabían el nombre de Ferrándiz, aunque firmaba todas sus tarjetas en mayúsculas, y hoy posiblemente lo sigan desconociendo, pero puede afirmarse con rotundidad que nadie que fuera niño y no tan niño en estas décadas pudo olvidar este universo de imágenes y escenas beatíficas que quedaron grabadas en el imaginario colectivo de las navidades de antaño para no irse jamás, siendo parte inherente de los recuerdos navideños de un siglo, de una manera silenciosa e inconsciente… pero asombrosamente nítida en la memoria.

El sino de los tiempos acabaría con la costumbre doméstica de escribir felicitaciones en tarjetas navideñas, que parecía tan arraigada que jamás desaparecería. Llegó la prohibición de arrancar musgo por la presión ecologista, la laicalización del alumbrado para que nuestra sociedad fuera respetuosa y no hiriera los sentimientos de una cultura que degolla en su Día a un cordero mientras en nuestras casas se quemaron las artesas y se prohibió la matanza del cerdo; se asiste a clase con velo y se retiran crucifijos, y el abaratamiento de las conferencias telefónicas, la llegada de la mensajería móvil, wassap e internet y, por último, las redes sociales, acabaron de dar la puntilla al más mágico juego del año.

Y mientras hemos descargado el maletón de cuero de aquellos carteros como Blas o los carritos amarillos y azules del Servicio Público de Correos de hoy, ellos se encuentran con un ERE amenazante y nosotros con la pérdida esencial de un cariño, de un juego que nos acercaba y mantenía unidos y que ha quedado reducido y sustituido por el  frío, moderno y convencional emoticón que difumina lo que fue el verdadero juego expresivo de un sincero y profundo sentimiento.



4 comentarios:

Ainhoa dijo...

Un perfecta estampa de una navidad que aunque es cierto se esta diluyendo todavia hay en algunos lugares en los que brillan las tradiciones y el inconformismo por que desaparezcan. Gracias Malvís por compartir tan hermosos recuerdos y Feliz Navidad y Prospero 2019.

SYR Malvís dijo...

Cierto Ainhoa. Espacios mágicos, inolvidables que, aunque casi perdidos, la cadencia de ese tiempo agotado continúa ofreciendo la posibilidad de poder valorar hoy unos Amaneceres perpetuos.

Mara dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Mara dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.

Publicación 2006
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