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domingo, 7 de noviembre de 2010

¿La irrealidad sospechosa…?

*Mi buen compadre, Malvís, simpar Sultán de Mágina, pues me habéis honrado con vuestra amistad, y colmado de generosidad, tan nobles prendas no pueden quedar sin castigo.
Un desagradecido, sería yo, si no vos pagase con la única moneda que se admite en vuestro reino mágico de "La Fraga": el ingenio literario, manifestado en relato, cuentecillo o ripio de pié cambiado.
Así pues, aceptad esta imaginaria narración verdadera, que vuestro nocturno deudor, Abrenoite, el murciélago de “La Fraga”, os ofrece para escarmiento de descarriados y aviso de caminantes.
Con enloquecido revoloteo nocturno, y preciso batir de alas, quedo servidor vuestro:
¿La realidad sospechosa...?.

[Advertencia. Los nombres de personas y lugares, son ficticios, han sido cambiados para salvaguardar la identidad, y anonimato, de los protagonistas reales de tan irreal suceso].



¡Las apariencias, ay, las apariencias! Cuantas malas pasadas nos han jugado, desde que el mundo es mundo, por fiarnos de ellas sin ponerlas en cuarentena.

En nuestra juventud, cuando luchábamos, -sin saber que eso era una lucha-, por abrirnos camino en la vida, nos embarcamos hacia las islas Canarias, en pos de la oportunidad que representaba cierto trabajo, provisional, pero con expectativas de seguridad a más largo plazo.

Los comienzos de esta mudanza de vida, perdidos en el Atlántico sobre la isla de Tenerife, tan lejana y diferente de aquella Córdoba orillas del Guadalquivir, fueron duros, muy duros, en el plano humano. Mediaban los años setenta, del pasado siglo, con todas las convulsiones sociales propias del momento, proceloso océano en el que nos zambullimos y dentro del que nadamos, procurando alcanzar la otra orilla que se prometía fecunda en posibilidades.

En medio de todo ello, todavía tuvimos fuerzas para entrar en la Universidad, compatibilizando los estudios con el trabajo. Y, además, sacamos tiempo para una distracción que liberase nuestras mentes de tanta presión, laboral, social y académica. Conste, que narro todo esto a beneficio de inventario, tan solo para exponer el contexto en que acontecieron los extraños sucesos que relataré a continuación.

Nuestra lúdica evasión, consistía en asistir a las reuniones de cierta Sociedad Parapsicológica isleña, que tenía su sede en una pequeña librería de la capital, donde pronto hicimos amistad con muchos de sus integrantes. Así, el trato con diversos componentes de la sociedad tinerfeña, facilitó lentamente nuestra integración en la peculiar cultura autóctona.

Las reuniones en la librería, con las particulares exposiciones sobre los temas esotéricos más diversos, extraños y absurdos, o las excursiones campestres, so pretexto de investigaciones concretas referidas a fenómenos paranormales, estudios antropológicos, o estudios históricos, ciertamente nos enriquecieron, tanto en el plano cultural como humano. Muchas veces, sumergirse de lleno en lo desconocido, es un antídoto excelente para ver lo conocido con ojos nuevos.

Entre las diversas actividades, no era la menor el perseguir “objetos volantes no identificados”. A ello dedicábamos salidas exploratorias por montes, playas, pueblos, bosques y desiertos. Nos sucedieron toda clase de casos, jocosos unos, inquietantes otros, absurdos éstos, sospechosos aquellos. Pero, como nosotros lo enfocábamos todo con sano escepticismo, y grandes dosis de buen humor, el resultado era bien gratificante, y nos recompensaba de los sinsabores propios del cotidiano vivir.

No obstante, como la alegría dura poco en la casa del pobre, al cabo ocurrió algo tremendo que nos impulsó a cortar radicalmente con estos temas. Abandonamos el grupo y nunca más volvimos a tratar de ello, ni en público ni en privado.

Había un hombre de edad madura, al que llamaremos Armand, el más activo, alegre y entusiasta para todo lo que fuese la astronomía y el tema OVNI. Se diría que era el “alma” del grupo, siempre dispuesto a robar tiempo al tiempo, si se trataba de comprobar sobre el terreno huellas de un posible “avistamiento”, buscar testigos y entrevistarlos. Nunca desfallecía en su propósito, nos arrastraba con su pasión por el tema, buscaba “pros” donde parecía no haberlos, y “contras” donde nadie diría que existiesen. Investigaba, analizaba, emitía hipótesis para desecharlas y volverlas a construir. Cuando le motejaban como “amigo de sus amigos”, siempre le embromábamos diciendo que eso era lógico, que lo ilógico es que fuese amigo de sus enemigos, aunque de él podía esperarse cualquier cosa dado su natural afable.

El rebuscador de enigmas tenía, sin embargo, un enigma personal que no calábamos. Amigo de la buena mesa, el buen vino, el buen tabaco, y la buena charla de sobremesa –sobre los temas más variados, “que no solo de extraterrestres vive el hombre”, según solía decir-, jamás hablaba de su trabajo ni de su familia. Sabíamos, o creíamos saber, que se dedicaba al comercio a gran escala, algo relacionado con navieras, y en broma decíamos que era como los espías de película: “tiene un negocio de importación y exportación”, presunto trabajo, que resulta ideal para encubrir cualquier cosa; y por comentarios, propios de una comunidad isleña y provinciana, entendíamos que estaba casado, tenía varios hijos, y pertenecía a lo que se llama “la buena sociedad”.

Durante una temporada, a causa de la preparación de exámenes, y porque estábamos ultimando el manuscrito de un libro sobre la imagen de Nuestra Señora de Candelaria, patrona de la isla, cuya imagen original tiene numerosas connotaciones con las Vírgenes Negras medievales, acudimos muy poco por la librería y participamos en escasas actividades del grupo. No obstante seguíamos al tanto de una investigación, especialmente misteriosa, que nuestro común amigo estaba realizando, sobre el presunto avistamiento de objetos volantes no identificados, en cierto lugar de Ucanca, la llanura sobre la que se asienta el volcán Teide. Estos sucesos habían despertado gran revuelo en la prensa insular, e incluso en la nacional, y pasarían luego a las revistas especializadas como una dura polémica, entre quienes creían a pie juntillas que se trataba de OVNIS extraterrestres, y quienes estaban convencidos de que todo consistía en experimentos secretos militares, a base de misiles.

No había pasado una semana, del comienzo de este revuelo, en la que estuvimos ausentes preparando exámenes, cuando una tarde llegamos a la librería para encontramos un ambiente de inquietud, sobresalto y agitación.

-¡Armand ha desaparecido! –nos soltó uno.
-¿Cómo, qué... pero es posible?
Si, si, desaparecido, sin dejar rastro! –nos espetó otra.
-¿Pero... así sin más?
-¡Lo han raptado los extraterrestres!
–afirmó un alarmista.
-¿Qué disparate es ese...?
Como lo oís, ha sido abducido, seguro! – coreó, otro sensacionalista.
-No digas despropósitos, quizá tuvo un accidente.

Al cabo, intervino nuestro sensato presidente en la Sociedad Parapsicológica, para relatarnos lo poco que se conocía del extraño caso.

Hacía cinco días que Armand no había visto por parte alguna, ni se había comunicado con nadie, cuando su hijo mayor apareció por la librería indagando sobre su paradero. Lo más sospechoso es que se había ausentado de su empresa, cosa que anteriormente no había hecho nunca, ni siquiera cuando estaba con gripe, y en ella tenía ahora asuntos pendientes que requerían su firma con urgencia. Al conocer que tampoco allí sabían nada de su padre, el joven anunció que iba a denunciar el caso a la policía y pidió la colaboración de los miembros de la Sociedad Parasicológica.

Los compañeros se alarmaron, llamaron a unos y otros, hasta que algunos dijeron que, justo hacía cinco días, Armand les había comunicado que pensaba subir por la noche hasta la planicie del Teide, los llanos de Ucanca, para investigar aquello de los últimos OVNIS.

Al día siguiente fuimos citados todos a comisaría, para ser interrogados por la Brigada de Desaparecidos. Nada se pudo sacar en claro, salvo lo que ya sabíamos. Que había marchado, por la tarde, en solitario, a los llanos de Ucanca, pertrechado como para hacer noche en el lugar.

Esa tarde, la policía, guiada por presidente y secretario de la Sociedad Parapsicológica, fueron al lugar al que posiblemente podía haberse encaminado nuestro perdido amigo.

El resto de la investigación se declaró secreto, pero nosotros supimos luego la estremecedora verdad por quienes habían acompañado a los policías en su búsqueda. Según los datos que Armand había dado a los demás, sobre sus investigaciones, más o menos tenían una idea de la zona por donde pensaba moverse, así que llegados al Parque Natural del Teide contactaron con los guardas, y se supo que estos habían descubierto el día anterior un coche abandonado, cuya matrícula coincidía con la del vehículo de Armand. Guiados hasta el lugar, lo que descubrieron resultó, primero absurdo y luego escalofriante.

En un rincón de la llanura, junto a una curva, se encontraba aparcado el coche, las llaves estaban puestas y sus puertas no estaban cerradas. Gracias al suelo, de menuda gravilla volcánica, a su alrededor se distinguían diversas huellas, unas de los guardas, que lo descubrieron, y otras que debían ser del desaparecido pues se alejaban por una estrecha senda hacia un llano circular, irregular, no muy grande, rodeado de rocas, que no era visible desde la carretera. En el centro de aquel espacio había unos bultos, que parecían ropas.

Las huellas llegaban hasta allí, donde estaba una mochila, un telescopio montado en su trípode pero volcado sobre la grava, las ropas y las botas del compadre, y luego esas huellas desaparecían. ¡No volvían sobre sus pasos, ni seguían más allá! ¡Se esfumaban en el centro de aquel espacio! Y si, eran sus huellas, las suelas de las botas encontradas coincidían con las marcas dejadas en la gravilla. ¿Había llegado hasta allí, se había desnudado y se había disuelto como humo? No era posible, pero tampoco era posible que hubiese continuado de un salto, el espacio hasta las rocas más cercanas era lo menos de tres metros, y no había huellas que indicasen haber tomado carrerilla para saltar, tan solo los pasos normales de una persona que, de pronto, se interrumpían sin más...

Entre sus pertenencias, tampoco se encontró nada que aclarase el asunto, tan solo lo propio para una excursión, y algunas notas referentes a su investigación del tema, que no arrojaron luz sobre el misterio, sino todo lo contrario. Una de ellas, la última anotación de su cuaderno, decía estas palabras: “Esta noche, a las 00,00 en el círculo, enfocar hacia N-NO, a 15º20’ de Júpiter. NO COMENTAR RESULTADO”. Lo cual, solo aclaraba su intención de observar determinado sector del cielo con su telescopio de aficionado, guardando el secreto de tal observación.
Aquello era tan absurdo, tan ilógico, se prestaba tanto a especulaciones fantasiosas y publicidad sensacionalista, que la policía decidió no airearlo. La investigación se concluyó con un “excursionista desaparecido”, insinuando que por su desconocimiento del lugar, o imprudencia, podía haberse despeñado por algún barranco, o sima inaccesible, de los alrededores, en los que era imposible adentrarse normalmente. Accidentes así, eran raros, pero alguno había sucedido en el pasado.

La policía, realizó algunas pesquisas más, porque evidentemente no le satisfacía la hipótesis de la “abducción extraterrestre”, y debido a las presiones por parte de los familiares de Armand. Investigó discretamente en aeropuertos, puertos comerciales, deportivos, y todos los medios por los que hubiera podido salir una persona de la isla. Indagó en los bajos fondos, valiéndose de sus informadores infiltrados... Todo en vano.

Su familia, no conforme con el resultado, empapeló la isla con fotos del compadre, y la oferta de una recompensa por cualquier información que facilitase su paradero. Hubo cientos de llamadas, todas sin comprobación posible, sobre si lo habían visto acá, o allá, o en tres sitios distintos en el mismo día y a la misma hora. Luego contrataron expertos en escalada, para que bajasen por las simas y barrancos, donde presuntamente podía haber caído... Todo en vano.

La policía no quedó contenta, la familia no quedó contenta, nadie quedó satisfecho, pero eso era todo. Cuando no hay más cera que la que arde, nada queda por hacer.

Sin embargo, en nuestro círculo parasicológico, se fue abriendo paso la posibilidad de una hipótesis, una terrible hipótesis. ¿Había sido realmente abducido por extraterrestres, nuestro compadre? Solo eso explicaba el escenario, con huellas que llegan pero no se van, con la ropa, la mochila y el telescopio, su querido telescopio, abandonados en aquel terreno. Alguno se atrevió a insinuar que Armand pudo ser atacado por algún maleante, o un loco, que lo mató y se deshizo luego del cadáver. Pero eso no explicaba las extrañas pruebas, las aplastantes pruebas, a favor de la abducción. La policía hizo jurar a todos los implicados, que no difundiría rumores “extraños” sobre aquella desaparición, bajo la amenaza de incoar las diligencias necesarias para conducirnos a un manicomio. La situación política no estaba clara, la sociedad andaba revuelta, y era mejor no contrariar a las autoridades. Así que, fuera de nuestro círculo, nadie supo de las inquietudes que nos torturaban al respecto.

Lo cierto es que, a raíz de este suceso, el grupo fue disolviéndose casi sin notarlo. Primero dejaron de ir a las reuniones los más pusilánimes, luego los temas OVNI languidecieron rápidamente hasta no ser tratados en absoluto, después se dieron de baja otros miembros señalados, y finalmente nosotros hicimos mutis por el foro, sin mirar atrás.

No volvimos a saber nada de la Sociedad Parasicológica, ni de nuestros antiguos compañeros de investigaciones, juergas y excursiones. Dejamos de hablar del asunto, incluso entre nosotros, tomamos nuestros apuntes y notas, e hicimos un paquete que arrinconamos en el desván. A pesar de este alejamiento, no estábamos tranquilos, a veces mirábamos por encima del hombro, con ojos de sospecha, a cualquiera que nos pareciese “raro”, procurábamos no pasar por ciertos sitios, o ir a ciertos lugares, que estuviesen relacionados con el tema que, todo hay que decirlo, ahora nos causaba no solo inquietud sino también temor. Al cabo de año y medio, tras finalizar la universidad y aprobar oposiciones, abandonamos la isla, no por el asunto de Armand exclusivamente, pero si en parte por ello. Cuando el barco estuvo en alta mar, casi a mitad de camino de la península, una tarde gris y lluviosa, subimos a cubierta, nos arrimamos a la popa del navío, y acodados en su barandilla arrojamos al mar el paquete que contenía el relato de las experiencias relativas a estos temas. El grueso bulto de papel, flotó un instante apenas, luego fue engullido por la estela del barco y desapareció bajo el océano. Con este simbólico “entierro naval”, desapareció la mayor parte de nuestra inquietud aunque, un pequeño poso de ella, se nos agazapó en una esquina del cerebro para asomar brevemente, como una “amenaza fantasma”, muy de tarde en tarde.

.

Nos instalamos en Madrid, comenzamos una nueva vida, en nuevos trabajos, con otras amistades e intereses. Como si fuese una defensa inconsciente, trabajo y ocio se volcaron en el estudio de la Edad Media, su arte y su historia, algo completamente alejado y opuesto al tema OVNI. Nos dedicamos a viajar al pasado lejano, tal vez huyendo de nuestro pasado reciente, visitamos templos románicos, castillos feudales, catedrales góticas. Retrocedimos, incluso, en nuestros estudios hasta la época de romanos y celtas, para estudiar sincretismos que enlazaban con componentes antropológicos. Fuimos a congresos de medievalismo, colaboramos en revistas, publicamos libros...

Pasaron los años, pasó la vida, medianamente felices, medianamente cómodos, y aquella “amenaza fantasma” prácticamente había desaparecido de nuestro ánimo, se había difuminado hasta hacerse invisible. Para volver de golpe, sin avisar, en el lugar más inesperado, en el momento menos previsible.

¿Alguna vez, un “gracioso” se ha escondido en el recodo de una escalera sin luz, y ha salido de golpe gritando “uuuhhh”, cuando llegabais vosotros? Si os ha pasado algo parecido, sabréis como nos sentimos aquella mañana agosteña, en un minúsculo café de aquel pueblo en la Bretaña francesa. Lo cierto, es que pretendíamos ir a cierta isla, próxima a la costa, para visitar las ruinas de una famosa abadía medieval, pero al embarcar nos confundimos de ferry y acabamos en una islita vecina, sin ningún atractivo monumental, salvo por el paisaje, la arquitectura tradicional, su playa y las barcas de pescadores. Aclarada la confusión, decidimos tomarnos un desayuno “de la tierra” en el típico “Café du Port”, antes de regresar en el siguiente ferry para buscar la abadía perdida.

-«Bon jour monsieur, nous… » Empezamos a decir al camarero. No, pudimos acabar la frase, fue como si aquel “gracioso”, al que hacíamos referencia, hubiese salido de improviso por un recodo oscuro gritando “uuuhhh”. El corazón se nos aceleró, hasta notar las palpitaciones en el pecho, un calor súbito acudió a nuestros rostros y dimos un respingo en las sillas del café.

-«Bon jour monsieur-dame, que ce… » Al camarero, también le salió el “gracioso” tras otro recodo, con su infartante “uuuhhh”. Porque la bandeja vacía le resbaló y cayó con estrépito sobre la mesa, mientras en su rostro se dibujaba el desconcierto.

Los saludos de rigor, quedaron congelados en el tibio aire de la mañana. No podía ser, aquel hombre, con su correcto acento francés, su sonrisa comercial. ¡Era el vivo retrato del compadre Armand, abducido en el Teide! ¡Un retrato veinte años más viejo, completamente encanecido pero inconfundible, la nariz era distinta, había desaparecido su lunar de la mejilla izquierda, pero le delataba la pequeña cicatriz sobre la ceja derecha! ¡Que carajo, no era el retrato de nadie, era él, en carne y hueso! Una carne y unos huesos, tan reales como nosotros, por los que había pasado el tiempo como por cualquier otro ser humano...


-“¡Compadre... Armand...! –Gimió apenas mi compañera, cuyos ojos eran un torrente de lágrimas silenciosas-”

-“Por favor, no pronunciéis mi nombre –susurró el en voz baja, llevándose un dedo a los labios- Si... soy el compadre... y supongo que os debo una explicación...

-“Hombre, como deber, deber, no nos debes nada –le respondimos en el mismo tono confidencial, con un leve temblor en la voz-, pero nos gustaría satisfacer la natural curiosidad...

-¿Tenéis un rato libre? Sí, seguro, se ve que estamos de turismo. ¿Habéis hecho planes para hoy? Bueno, da igual, os traigo lo que apetezca y luego vamos a dar un paseo por la playa, nunca hay mucha gente pero ahora suele estar vacía. Mi socio puede atender el negocio durante un rato, sí, este bar es nuestro... Vamos, desayunad, yo no soy ningún fantasma, aunque os parezca un misterio viviente. Tranquilizaos y comed, que con el estómago lleno podréis digerir mejor el “extraño” asunto de mi “abducción”.

Mientras desayunábamos nos puso al día de su vida actual, el bar que tenía a medias con otro compadre, su vida tranquila en aquella islita apartada de los circuitos turísticos, dedicado a sus pasiones de siempre, pescar, leer, pintar, pasear por la naturaleza, escrutar el cielo nocturno con su telescopio... Tras el desayuno, nos encaminamos a la extensa y desierta playa. Paseando descalzos, con relajada lentitud, sintiendo en los pies el leve oleaje de la marea baja y el masaje de la arena mojada, nos desveló el gran misterio de su “abducción”.

-No preciso deciros –comenzó nuestro narrador- que cuanto aquí se diga ha de quedar en el más absoluto secreto, como si nunca hubiese sido dicho, ni me hubieseis visto nunca… Y sobre todo, no me deis noticias de mi familia, no quiero saber que fue de ellos, ni lo que hicieron o dejaron de hacer. Mi renuncia, fue total y definitiva.

-No te preocupes –le aseguramos-, por razones que no hacen al caso, nosotros también abandonamos las islas, para nunca más volver. Al cabo de algunos años, fueron falleciendo las pocas personas que allí nos importaban, y hemos perdido el contacto con los demás.

-El caso es, que todo se remonta a varios años atrás –siguió el-. Mi negocio de exportación e importación, como en las películas de espías, era en parte una tapadera. Funcionaba regularmente, es cierto, pero detrás del mismo estaba el verdadero negocio, contrabando de tabaco y licores. Una actividad bien rentable, cuando todavía las islas gozaban del estatuto de “puerto franco”. Eran los años de “vacas gordas”, nuestra economía fue subiendo de nivel, y con ella las ambiciones de mi familia. Yo había casado joven, con una buena mujer, de familia humilde como la mía propia. Sin embargo, al ir acumulando bienes y relaciones sociales, se despertó en ella una sed insaciable de “respetabilidad”, de “aparentar”, de querer ser más de lo que éramos. Había que entrar en el Casino, y nos hicimos socios. Había que pertenecer al Club de Campo, y batallamos para ser admitidos. Había que tener un yate en el Club Náutico, y lo tuvimos. Luego vinieron, el palco del Teatro de la Opera, los puestos en la Hermandad de la Virgen de Candelaria, la presidencia de la Comisión de Fiestas, y yo que se cuantas ataduras más. Todo, vaciedades y delirios de grandeza. Mi esposa había perdido aquella sencillez y espontaneidad, que me enamoraron completamente de su persona. Yo seguía siendo el mismo, y por ese amor consentí todos esos caprichos, de “nuevo rico”, que la hacían tan feliz. Aunque, en realidad, actuaban en su ánimo como una droga de la que no se saciaba nunca.
Tuvimos tres hijos, los cuales acabaron siguiendo el camino de su madre, a pesar de mis intentos por infundirles otros valores menos vacuos. Crecieron y acabaron trabajando en el negocio familiar, es decir en el contrabando, en el que al cabo se desenvolvieron con más habilidad que yo mismo. Entonces llegaron las “vaca flacas”, la entrada de nuestro país en la Unión Europea acabó con los “puertos francos”, el negocio de tabaco y licores ya no era negocio. Teníamos acumulada una buena reserva de dinero, pero sin entradas extra, era insuficiente para sostener el lujoso tren de vida a que se había acostumbrado mi familia. Para colmo, eso coincidió con el nuevo capricho de mi esposa: quería conseguir un título nobiliario, entrar en la nobleza, ya no le bastaba ser la esposa de un próspero y “honrado” comerciante, no le bastaba el alternar con lo mejor de la sociedad local, si en el nuevo Estado de la nación iba a haber una monarquía y una Corte Real, ella quería formar parte, quería ser cortesana. Aunque, en un principio, yo bromeaba con el doble sentido de la palabra “cortesana”, dejé de hacerlo cuando vi que para ella no era cosa de gracia, que iba en serio. Nuestra vida se convirtió en un infierno. Mi mujer, respaldada por nuestros hijos, comenzó a presionarme para “reconvertir el negocio”, como ellos lo llamaban. En realidad, se trataba de tomar el camino que ya habían comenzado a tomar otros en mi situación comercial. Nada más, y nada menos, que sustituir el contrabando por el tráfico de drogas. Un “negocio” en auge, que prometía ganancias del millón por ciento. Pero ¿a cambio de qué? Del dolor, la desgracia y la muerte ajenas. Y todo, para mantener una vida de apariencia, lujo y frivolidad.
Hasta entonces yo había transigido, acallando mi conciencia con el farisaico razonamiento de que tabaco y alcohol eran “drogas legales”, a fin de mantener un statu quo con apariencia de paz familiar. Pero aquello, aquello era ya demasiado y no estaba dispuesto a consentirlo, o al menos no estaba dispuesto a participar en ello. Quiso la casualidad, que uno de los intermediarios del contrabando, un viejo conocido francés, al que los traficantes presionaban para entrar en el nuevo “negocio”, me pidiera consejo sobre una posible salida. Entonces tomé la decisión más dura de mi vida, desaparecería sin dejar rastro. Mucho quería a mis hijos, y todavía a mi mujer, a pesar de los pesares, pero transigir con aquello no podía consentirlo mi conciencia.
Tiempo atrás, mucho antes de esta crisis, cuando las cosas empezaron a ponerse tensas por los delirios de grandeza de mi esposa, y temiendo que en algún momento sus extravagancias nos llevasen a la ruina, tuve la idea de hacerme con una reserva secreta de capital. Así, poco a poco, una parte del efectivo generado por el contrabando, lo desvié a cierta cuenta cifrada en Suiza. El caso es que, en el momento clave, tenía las espaldas bien cubiertas con una no despreciable cantidad que, sin hacerme multimillonario, al menos era bastante a proporcionarme una vida cómoda el resto de mis días, con un mínimo esfuerzo. Mi amigo el intermediario, que también poseía un pequeño capital, tenía además los contactos necesarios para hacernos salir de las islas, sigilosamente, “de contrabando”. Con pasaportes y personalidad falsos, embarcamos los dos solos en un pequeño pesquero, que había descargado su alijo, el cual guiamos hasta la cercana costa de Mauritania, donde entregamos el barco a unos traficantes, de no quisimos saber qué, con el salvoconducto de ser “correos” de cierto grupo mafioso.
Las penalidades y el miedo que pasamos, desde ese momento, hasta recalar aquí, no son para ser contados. La única forma de esfumarnos, sin ser detectados por las autoridades, era movernos dentro de ese oscuro submundo. Por las paradojas de la vida, para escapar de convertirnos en traficantes de drogas, tuvimos que convertirnos en traficantes de drogas. Así, aceptamos continuar de “correos”, llevando cierto alijo a Marruecos. Luego, hubimos de entrar en Argelia, y hacer “un trabajito” que desde allí nos acercó a Sicilia. Luego, a Cerdeña, con más de lo mismo. Y, por fin, “correos” con una saca de dinero negro, finalizamos en Mónaco nuestro doloroso periplo. Yo, que siempre había sido un hombre grueso, había perdido veinte kilos, y mi amigo, estaba demacrado por unas fiebres que pilló en el desierto libio. No obstante, tan cerca de nuestro destino, tuvimos fuerzas para superar tanta degradación, escabulléndonos tras volver a cambiar de identidad, pasaportes y demás documentos comunitarios. Aunque por nuestro aspecto, incluso bañados y descansados, no nos reconocería ni la madre que nos parió, tuvimos la precaución de hacernos una pequeña cirugía estética, la nariz, el lunar, aunque la cicatriz de mi ceja se resistió a todo cambio.
Nuestra meta era esta islita perdida, que mi socio y compañero de aventuras recordaba por haber veraneado en ella durante su infancia. Aquí tomamos en arriendo este bar, que luego compramos, y lejos del mundo, sin hacer alardes de nuestros capitales, viviendo discretamente, pero con toda comodidad, pasamos los días sin más anhelos que disfrutar de esta paz y tranquilidad por muchos años, al menos eso esperamos.


-Que cosas, compadre, que cosas –apenas pudimos responder-. Uno se imagina que eso es propio de un guión de cine, o novela, pero nunca de la vida real… Aunque, se te ha quedado en el tintero lo más enjundioso del asunto…

-Claro, claro –nos interrumpió-, a ello iba. La “abducción”. Teníamos que borrar nuestras huellas completamente, desaparecer tanto para mi familia, como para nuestros conocidos, y desde luego para los mafiosos que nos apremiaban a participar en sus “negocios”. Para ello, era preciso desaparecer de una forma escandalosa, a ser posible ridícula, con la policía y los periódicos de por medio, de modo que nadie quisiera encontrarse mezclado en el asunto. Así que se me ocurrió lo de la “abducción”. Y claro, como en toda buena novela, lo que parece más difícil fue en realidad lo más fácil.

Durante varias semanas, no paré de hablar sobre un presunto “contacto extraterrestre”, mi intención de subir en determinada fecha a Ucanca, la presunta cita que me dieron los “hermanos del cosmos”. En el día señalado, a la caída de la tarde, llegamos al lugar mi socio y yo, cada uno en su coche, y escenificamos la “abducción”. El emplazamiento del “escenario”, lo había elegido en una de mis frecuentes excursiones para escudriñar las estrellas. Llegué al centro del círculo de rocas, monté el telescopio sobre su trípode y lo dejé caer al suelo, me desnudé y deposité las ropas en un montón sobre la grava volcánica. Desde las rocas del círculo, por el lado contrario al que yo había accedido, mi socio me tendió un tablón, de unos tres metros, que había transportado hasta allí y escondido días antes. Por dicha pasarela crucé desnudo, haciendo equilibrios, en lucha con la creciente oscuridad, hasta alcanzar las rocas sin dejar huellas de mi fuga. Me vestí con ropas traídas al efecto por mi cómplice, serramos el tablón en varios trozos y con ellos me oculté en el maletero de su coche, un vehículo que arrojamos al mar en una pequeña cala próxima a nuestro lugar de embarque. Abordamos el pesquero de marras, y el resto ya lo sabéis.

Poco más había que añadir, o comentar, regresamos lentamente al puerto, donde el compadre de nuestro compadre atendía a los parroquianos, que iban llegando a su cita de media mañana con el café y la copita de Pastis. Allí nos despedimos, tras jurarle por lo más sagrado, que por lo que respectaba a los demás seres humanos, nosotros jamás lo habíamos visto y por tanto aquella conversación nunca había tenido lugar. Así, nos reembarcamos hacia nuestro destino inicial, asombrados, pero aliviados, al conocer la verdad del misterio que nos había inquietado durante tantos años.

Pero ¿realmente, habíamos conocido la verdad?

Al cabo de tres años, andábamos de vacaciones por la región de Normandía, con unos amigos franceses que nos guiaron por el arte medieval de la zona. Al regreso, pensamos que no sería mala idea hacer el camino bajando por Bretaña, para acercarnos a la isla y saludar al compadre Armand, ya que, a decir verdad, nunca nos prohibió volver a visitarle. Puesto que nuestros amigos residían en los alrededores de Nantes, y les quedaba de camino, decidieron acompañarnos hasta la isla, que no conocían.

Desembarcamos en un día gris de fines de agosto, con una molesta brisa que agitaba el mar más de lo que hubiésemos deseado, era como si el otoño estuviera dando aviso de su llegada por anticipado. Buscamos el lugar que recordábamos, aquel típico edificio esquinado, con su tejado de pizarra, paredes blancas, ventanas azules, toldos a rayas, mesas de hierro y mármol… ¡Sin embargo, al llegar al lugar que recordábamos, allí no había nada!

La esquina había desaparecido, el “Café du Port” había desaparecido. En su lugar había un pequeño jardín, con bancos y algunos artilugios para solaz los niños. ¿Qué había sido del negocio y casa de nuestro compadre? ¿Qué había sido del compadre y su socio?

Por mediación de nuestros amigos franco-parlantes, preguntamos a los jubilados, que aguantaban estoicamente la molesta brisa, mientras vigilaban a sus nietos que alborotaban en toboganes y columpios. ¡Nadie sabía nada del viejo café! Es más, ¡juraban que allí nunca había existido un café! Hubo, eso sí, una casa de pescadores, abandonada hacía muchos años, que el ayuntamiento acabó derribando para dedicar el solar a espacio público. Sí, era un edificio esquinado, con paredes blancas y ventanas azules, pero nadie recordaba que alguna vez se utilizara como café. Teníamos que estar confundidos, nos dijeron, sí, eso sería, porque dos manzanas más allá efectivamente había un café, el típico café marinero de toda la vida, aunque ahora lo habían remozado para atraer el turismo, el “Café de la Gran Mer”.

Allá fuimos, pero evidentemente ese no era el que conocíamos, ni sus dueños eran los dos compadres. Los amigos franceses, se miraron extrañados y nos miraron dudosos, cuando insistimos para que interrogaran al viejo propietario, a su mujer, y a la joven camarera, sobre la existencia del otro café. La respuesta de todos ellos, fue sorprendente. Sí, hubo un “Café du Port”, pero era… éste mismo, al que después de la Gran Guerra cambiaron el nombre.

Como la situación se estaba volviendo “rara”, por momentos, dejamos de insistir. Antes de que empezaran a llevarse el dedo a la sien, para tildarnos de chiflados, admitimos ante todos que, quizá, seguramente, nos habíamos equivocado al tomar la dirección. Lo más probable, es que se tratase de cualquier otra islita, de las muchas desperdigadas por la abrupta costa bretona. Que, desde luego, carecía de importancia, y que podíamos seguir el viaje como si tal cosa.

Ni durante el trayecto a Nantes, ni durante los tres días que estuvimos visitando la ciudad, volvimos a sacar el tema, aunque en cuanto teníamos un momento de intimidad no hablábamos, entre nosotros, de otra cosa. Cuando volvimos a casa, rebuscamos en la caja de fotos, que esperaban ser colocadas en algún álbum, aquellas instantáneas del anterior viaje a la isla. Recordábamos que, por respeto al anonimato del compadre, no habíamos tomado fotos de su establecimiento, pero quizá… En efecto, el quizá se hizo realidad. La primera vez, nada más desembarcar y darnos cuenta de nuestra confusión de destino, para “inmortalizar” el despiste, pedimos a un marinero que nos hiciese una foto, en el embarcadero, con el pueblo al fondo.
Allí estábamos ambos, sonriendo como tontos, junto a la pasarela de desembarco, rodeados de barcas de pesca, un trozo de playa, otro del puerto, y detrás algunas casas típicas, el comienzo de la calle principal, y fondo… Al fondo, muy pequeño por la distancia, estaba el edificio esquinado, con su tejado de pizarra, paredes blancas, ventanas azules, toldos a rayas, mesas de hierro y mármol. Pero sobre todo, con su cartelón colgando de la fachada, que pregonaba a los cuatro vientos nuestra cordura: “Café du Port”.

¿Qué había pasado allí? ¿Por qué, el aclarado misterio, volvía a oscurecerse? Lo único que se nos ocurrió, como respuesta lógica, es que los compadres, sintiendo que su anonimato ya no era seguro, tras nuestra visita, se habían vuelto a mudar. Eso no aclaraba, sin embargo, las explicaciones de los lugareños, acerca de la inexistencia del café o de su confusión con el nombre anterior de otro café. Pero analizar el caso desde otro ángulo, requería considerar que todos los lugareños, habían sido “sobornados” o “comprados”, para negar la existencia del establecimiento y de sus dueños. Y si eso era difícil de digerir, imaginad lo que sería pensar, que tres años atrás, habíamos tenido “una insolación con alucinaciones”, a las diez de la mañana mientras soplaba la fresca brisa del Atlántico.

Aunque, puestos a admitir disparates, preferíamos mil veces lo de la insolación, antes que considerar la lejana posibilidad de que los dos compadres hubiesen sido realmente abducidos, y a la población completa de la isla, los extraterrestres, le hubieran borrado todo recuerdo del “Café du Port”. Lo único cierto, es que alguien, o algo, había subvertido la realidad para apartarnos de ella.


Nunca hemos vuelto a intentar averiguar nada de este extraño caso, si hoy lo sacamos a colación, es tan solo para dejar constancia de que, en este mundo, nada es lo que parece y, a veces, ni siquiera parece lo que es.

“Esto ocurrió en aquellos años en que una gallina costaba dos pesetas y la fraga de Cecebre era más extensa y frondosa”. (W. Fernández Flórez, El Bosque Animado, Estancia III).

Abrenoite (el murciélago de La Fraga).

[Obra propiedad de Alkaest, copia de uso exclusivo para su reproducción en “La Fraga de Malvís”. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamo públicos. El que avisa, no es traidor].


11 comentarios:

cdeburgos dijo...

Me ha gustado mucho el relato (la foto del bosque misterioso es preciosa), Muchos Saludos, y gracias por compartir la historia, Carlota

Fendetestas dijo...

La realidad, como la verdad, siempre es sospechosa. Nuestros ojos nos engañan la mayoría de las veces, viendo lo que "queremos" ver, poniendo labios donde hay espadas y paraísos en páramos.
La condición humana es variable y muy personal. Un texto, que no es mío sino de mi patrón, del siglo XVI, ilustra sobre lo fácil que es relacionarse con una lagartija y lo difícil con los "homo ¿sapiens?" (y con las "homa" no digamos).

"Visto un león, vistos todos. Vista una oveja, vistas todas. Pero visto un hombre visto sólo uno, y aún ese no bien conocido".

Saludos compadre y un abrazo a todos, los bien conocidos y los aún por conocer.

Alkaest dijo...

Imagínense sus mercedes, lo árduo de la cosa. Lo inquitetante, y trabajoso, del análisis vital.
Si la realidad es sospechosa, ¿cómo no ha de serlo la irrealidad?

¿Y cuando se mezclan, realidad e irrealidad, en una misma situación?
¿Si no existen caminos directos, para ir de una a otra, podemos esperar encontrar atajos?

¡Como para volverse tarumba! Por fortuna, la mente humana tiene mecanismos de evasión, válvulas que sueltan "vapor intelectual" y liberan presión, para que la maquinaria no explote.

Aunque hay que mantener, esa maquinaria, limpia y bien engrasada. Porque si no, pueden fallar las válvulas en el momento que más las necesitemos...

Salud y fraternidad.

SYR Malvís dijo...

Jamás la Fraga, ese lugar imaginario, pudo imaginar cuando fue creado por unos amigos para cobijar mis relatillos imaginarios, que acabaría siendo un rincón prestigiado y priviligiado por visitante tan prestigioso. Y es que, Abrenoite, no sólo la ha visitado físicamente, sino que se ha sentido tan cómodo que ha decidido instalarse en el alero del pazo. Anoche, sus alas parpadearon y, como la capa de un abierto manto, revolotearon sobre todos los amigos habitantes de la Fraga como para dar a entender: ¡ ya es la hora, ya es la hora¡.

Y nos hizo dirigir la mirada al cielo en una noche de luna nueva. Y al hacerlo, yo, al menos, pude comprender que los amigos son como las estrellas que aunque no podamos verlas todas las veces que deseamos, siempre siguen estando allí.

Salud, fraternidad y larga vida a Abrenoite.

juancar347 dijo...

¿Y si realidad y ficción no son, sino simples maquillajes para camuflar una verdad como un templo?. Leyéndote, insigne Abrenoite, he creído ver a un entrañable amigo relatándome experiencias particulares y haciéndome revivir una época en que por todos sitios (y en las Islas Afortunadas más todavía) se sucedían historias increíbles que dieron orígenes a mitos modernos. He creído ver, también, esta realidad personalizada en la pluma de un Maestro que, a su vez, me ha recordado los inolvidables ambientes de misterio y realismo fantástico de otro escritor que ocupó muchas horas de mi juventud: Jean Ray. Pero insisto: ¿qué tendrá ésta dichosa Fraga, que parece ser el punto de origen de Red Bull, y a la imaginación da alas?. Estupenda historia. Un abrazo

KALMA dijo...

Hola! Un relato precioso, desde un sitio que a pesar de no conocer, siento que está lleno de magia y magos, donde en distintas situaciones nos podemos identificar, aún sin ser parte de la historia, somos vida.
El título "La irrealidad sospechosa" y la realidad... ¡También! Eso es lo que hace que no nos aburramos, jajaja.
Un beso abrenoite el muciélago y a Malvís el mago.

Pilar Moreno Wallace dijo...

Qué intenso! Es más bien un "mágico realismo" ... Perfecto.
Abrazos.

Baruk dijo...

Que es lo que distingue una abducción de una vivencia en un mundo paralelo? que es lo que propicia que un OVNI se fije en nosotros? Que puede pasar si vivimos una doble vida?

Sólo la razón puede “hablar” de misterios inexplicables. Si tuviéramos el cerebro de Pruna, de Mongui o de Sír Crispín sólo veríamos experiencias “normales", ya que si hay asegurado el pienso y las xuxes de perro y gato respectivamente, eso a ellos les importa un pito.

Quizá la diferencia esta en esa poderosa arma que es la imaginación y la maestría de darle forma con las palabras.

Que curioso y diestro relatillo!!! abducidos nos hemos quedado!!


Abrazines

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Alkaest dijo...

La mente, tiene sinrazones que la razón ignora...

¿Pero alguien puede decir, lo que es razonable y lo que no?

¡Quizá seamos nada más que personajes irreales, dentro del sueño de un Dios loco!

Por eso, comamos y bebamos, y cantemos y bailemos... que mañana ya se verá.

Salud y fraternidad.

Baruk dijo...

...comer, beber, bailar y cantar, que guay!! Hay quién dice que eso es lo que hemos venido hacer en este mundo, jugar y divertirnos!!, pero que nosotros nos empeñamos en hacer o contrario.

Así pues, el abducidor que se abduzca por medio de relatillos, buen abducirelatador será! :)


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Rubén Oliver dijo...

Muy curioso el relato, realmente curioso...¿para cuando la película?.
En fin, la imaginación venciendo a la razón, si es que hay alguna razón que no sea imaginaria...


Publicación 2006
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