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miércoles, 17 de septiembre de 2008

El Parnaso Omediano



A Jesús,
Sabueso de Teachernas,
Acorralador incansable de gaélicos,
Hombre de amplia sonrisa y
Piel de cordero
.


Maria de las Mercedes zanjó la cuestión extendiendo sobre la cama el traje azul marino, la corbata azul con topos amarillos y una camisa beige. Después, mientras dejaba un impoluto pañuelo blanco junto al atuendo, despejó cualquier duda.

- No vas a ir en vaqueros y con tu jerseillo granate a un sitio así, Jesús. Además – insistió-, recórtate la barba.

Él, asintió desde la ducha sintiendo un escalofrío gustoso ante los pasos de su mujer, que se acercaba.

Acabó de peinarse, se dio la vuelta y quedó plantado ante Maria de las Mercedes en calzoncillos y camiseta.

- A lo mejor sales en televisión – dijo ella-. Anda, vístete, no vayas a llegar tarde.

Tardó veinte minutos en hacerse el nudo de la corbata. Le quedó arrugado y canijo, pero lo dejó como estaba. Se sentía incómodo con el traje. Aún era temprano. Notó las axilas húmedas y pensó, con desagrado, las horas que le quedaban de viaje.

- No vayas a perder el tren.- La voz de su mujer, de nuevo a su lado, le sobresaltó.

El sudor empezaba a bajar por los costados.

- ¿Has cogido suficiente dinero? ¿Llevas el carné de identidad? ¿Y la invitación?.
- Sí, sí, lo llevo todo, cariño- respondió mientras se palpaba la chaqueta.

Su hija salió a despedirle. Con sus ojos tiernos y una mirada triste pero esperanzada, parecía pensar orgullosa: “ Este es mi padre, ¡el mejor!”, pero su timidez le impidió gritárselo, aunque lo sentía, pero en la pubertad se debe ser celosa hasta de los sentimientos más íntimos.

Llegó a la estación del AVE de Atocha veinte minutos antes de lo preciso. Al fín recorrió el laberinto de cintas y unas jóvenes azafatas le acompañaron hasta escabullirse en su asiento.

Andaba estirándose la chaqueta cuando notó en el bolsillo el tacto firme de la invitación. Recordaba de memoria el texto, pero no quiso resistirse al placer de volver a leerlo. Luego, dobló la cartulina donde se le comunicaba la concesión del I Premio del Concurso Románico de Investigación, y algo parecido a una corriente eléctrica recorrió todo su cuerpo.

Y así quedó mucho tiempo, hasta que al borde de las 18:15 y con puntualidad anglosajona, los primeros bloques de la periferia de Huesca invadieron el paisaje. Entonces, reparó en las bulerías de Bisbal que atronadoramente vomitaba el altavoz, y en el guirigay de los teléfonos móviles de los viajeros que se empeñaban en anunciar a sus interlocutores el lugar dónde se encontraban y las dificultades de cobertura, exculpatoria de su propia desgana en seguir conversando.

- Hubiera preferido a Hilario Camacho- pensó-, pero los tiempos son dictadores de la moda.

Pegó un brinco en el asiento al tiempo que esbozaba una sonrisa de intelectual. Se subió los calcetines. Eran las seis y media de la tarde y hacía un calor excesivo. Bajó del tren de alta velocidad y anduvo dando vueltas por los pasadizos de la Avenida del Santo Cristo, frente a la Escuela de Arte, errando varias veces el camino. Un plano mural le rescató del desamparo y le guió hasta el Centro Cultural del Matadero. De modo que allí estaba, resoplando como un verraco y buscando su destino. Los mocasines le oprimían los meñiques y sintió síntomas inequívocos de unos callos en gestación. Consultó el reloj y la invitación. Faltaba media hora para el comienzo del acto. Luego, evocó su trabajo en una historia de seis folios que le había redactado y pasado a limpio su amigo del alma Miguel: “ Giraldo, el Signum Magíster de un gaélico de Duratón”.

Eran casi las ocho de la tarde cuando Jesús se aprestaba a hacer su entrada en el Parnaso.

Olía muy bien en aquel sitio. Mezcla de madera del recinto y de las fragancias profundas de los invitados que comenzaban a ocupar sus asientos. Jesús se había quedado en tierra de nadie; casi estorbando el paso y sin saber donde dirigirse hasta que el flujo de invitados lo condujo a un pasillo ancho con luces indirectas que desembocaba en el Salón de Actos.

Quedaban pocos asientos desocupados y haciendo acopio de valor, buscó un sitio libre intentando aparentar aplomo y seguridad, aunque las rodillas le flaqueaban. Halló una butaca solitaria y en ella se acomodó. Carraspeó, cruzó las piernas y con aire de donosura, sacó la invitación y comenzó a abanicarse con ella.

El salón se había llenado. Se sintió relajado y hasta osó girar la cabeza para contemplar el panorama. Los focos que iluminaban la tarima presidencial se intensificaron y una comitiva de mucho respeto apareció por la izquierda del escenario.

Una bola trepó a su garganta cuando reconoció al Líder, el autor insigne al que tanto había leído y admiraba y que sin duda, dentro de poco, estrecharía su mano: El Ilustrísimo Sr. A. García.

Hecho silencio sepulcral, tomó la palabra y con esa voz de ultratumba de los peces gordos, el ilustrísimo se marcó un discurso de hora y tres cuartos hablando de sus virtudes como médico, sanador de cuerpos y almas permaneciendo largas horas junto a la cabecera del moribundo al que prolongaba el júbilo de sus últimos momentos con relatos y anécdotas sobre la iglesita de su pueblo olvidado y perdido que él conocía mejor, incluso, que el enfermo nativo. Disertó con soltura de sus largas noches de guardia médica en el centro hospitalario aprovechadas en clasificar imágenes de románico e impartiendo y compartiendo sus conocimientos con internautas desconocidos; de sus salidas de fin de semana, cámara de fotografiar en ristre y todo terreno con GPs para recorrer ventas y villorrios de sus amadas Cinco Villas hasta obtener la imagen apropiada. ¡Tenía más de 5.000 fotos, perfectamente clasificadas por temas y una Webmaster muy visitada!. Adornó su plática con una experiencia sobre el descubrimiento de un signum magíster oculto tras un modillón al que había debido acceder solicitando una larguísima escalera al estanquero local, y concluyó agradeciendo la atención a la concurrencia, con un cierto deje de perdonavidas.

La ovación resonó con fuerza y Jesús creyó desvanecerse cuando, a continuación, un sujeto risueño anunció la entrega de galardones.

Se hizo un silencio expectante y el nombre de Jesús Lobo, por su trabajo “ Giraldo, el Signum Magíster de un gaélico de Duratón”, campó por el recinto. Se puso en pie con gran esfuerzo. Caminaba a trompicones. Al intentar subir al estrado, por donde no debía, un tipo le mostró las escaleras. En la segunda, se enredó con los cables del sonido y a punto estuvo de caer de bruces sobre la tarima, pero se repuso a tiempo y evitó lo que hubiese sido el espectáculo. Avanzó hacia la Presidencia. El corazón le aporreaba el pecho. El Líder, el Gran Hombre, El Ilustrísimo Sr. García le extendió una zarpa. Estrechó aquella cosa blanquecina y recibió sus parabienes. Daniel, el arquitecto de la Diputación, le entregó un sobre y una estatuilla niquelada de un crismón románico sostenido por sendos leones laterales.

Luego, se volvió hacia la sala y escuchó los aplausos del público mientras se reintegraba hacia su asiento, rojo, como el cuadro de la psicostasis que, regalo de su amiga Laura, colgaba en la pared del despacho hogareño.

Acabada la ceremonia, llegó el cóctel. Los invitados pululaban con desparpajo agasajando al Ilustrísimo García y reconociendo y alabando su labor. Pasaría a la historia como descubridor de un signum románico gaélico. De hecho, varios catedráticos amigos suyos, de Zaragoza, habían abierto línea de investigación científica y hasta una Fundación Palentina lo recogía en su Anuario como la más relevante aportación al mundo del arte románico del siglo.

Jesús, camuflado en un rincón e ignorado por todos, se limitaba a coger el whisky que le ofrecía un camarero con esmoquin. Consiguió llegar nueve veces a la bandeja mientras resguardaba el trofeillo bajo la axila sudorosa. La gente fumaba y bebía y elogiaba al Gran Hombre, al Ilustrísimo señor. Jesús sudaba a chorros y un repentino ataque de hipo se apoderó de él.

Estaba acabando el noveno whisky y se había desabrochado la camisa entregado al vértigo etílico. Topó con la Presidenta de la Asociación de Amigos del Castillo de Loarre y, blandiendo el crismón protegido por los leones, balbuceó algo inconexo.

- ¿Se encuentra bien?. – La voz de aquella señora con aires de “rotenmeller”, le llegaba distorsionada y remota.




Él asintió con la cabeza. Sin darse cuenta empezó a gimotear. La sala entera se volvió sobre él como movidos por un resorte. El Gran Hombre, El Ilustrísimo, se dirigió hacia Jesús y con aire paternalista lo sostuvo en su derrumbamiento. En un gesto de distinción, llamó la atención de Seguridad.

- Acompáñeme, por favor.

Se vió camino de la puerta, obligado por una presión en el brazo. Se notó arrastrado hacia la salida, sin remisión.

- Tenga – dijo el tipo musculoso de uniforme, al tiempo que le tendía el crismón niquelado.

Había anochecido. En el interior, proseguían discursos y loas ensalzando al cirujano. Fuera, el aire gélido mordía los gemelos de Jesús.

En su lucha contra las nauseas y el mareo, acertó a encontrar un banco de madera de pino pintado de verde. Se sentó y aspiró el aire fresco de la noche oscense. El viento, le estampó en la cara un folleto propagandístico. En grandes letras negras anunciaba la formación de un nuevo grupo de amigos con vocación liberal para hablar y conocer el arte románico: El Taller de la Losa.

Jesús, palpó el bolsillo de su chaqueta. Sacó la tarjeta de invitación que se había reblandecido por el sudor y era ahora una cartulina manoseada y, arrugándola, se desprendió de ella. En su lugar, guardó el pasquín que el viento le llevó.

- Mañana, sin falta, llamaré al Taller de la Losa- musitó decidido.

Levantó la mirada al limpio cielo azul y creyó ver cómo una gran luna llena le guiñaba el ojo en señal de complicidad.


Almería, 14 de Julio de 2006.

1 comentario:

Baruk dijo...

Como era aquello?

"..que Dios me guarde de las aguas calmas que de las bravas ya me guardo yo"...

Aings! lo que nos queda por aprender!!


Publicación 2006
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