Me he levantado con ganas, con necesidad de escribir. Como cada día, desde siempre, la cama me ha catapultado a las cinco de la mañana. He puesto los pies en tierra y abierto los ojos. Hace una semana, en una conversación precisa y preciosa con mi antigua amiga María José, me comentaba su interés por un movimiento que circula en tic-toc sobre el “grupo de las cinco”, referido y referente de todas aquellas personas que se levantan cada día a esa hora y que las teorías actuales las definen como gente que aprovecha las horas de la madrugada como las más fértiles y fecundas de producción intelectiva y vital.
Una imprevisible Dana azota este día de mayo. Fuera, hace frío y azota el temporal. Tengo unas arenques conservadas de hace tiempo, unos chorizos y unas morcilla de cebolla palentinas de Cervera que me ha enviado Marga, unas aceitunas de cornezuelo, las últimas que me regaló Eduardo, y he pensado hacer migas. Echo a faltar melón y uvas, porque renuncio a buscar granadas de este año que han salido vanas y de hueso duro, pero me apetece escribir antes de que abra la frutería.
Antes de que amanezca este día gris y tomar mi único café, he encendido el ordenador, he saludado y acariciado a don “trompón”, esa figurita de elefante que me regala mi hija Mar cuando viaja a India para auditar los principios activos de los productos farmacéuticos que ayuda a fabricar. Intento escribir, necesito escribir pero no se me ocurre nada. Redacto, al fin, una frase. La releo y me parece inconexa, vacía de contenido. Las letras escritas son como una fila de hormigas que buscan un destino, el alimento. Quiebro la frase para no maltratar la escritura. Abandono ese trance como se abandona el primer amor de estreno. Debo hacer un ejercicio de tozudez y maña hasta lograr esa primera frase que sea el hilo para tejer todo un relato. La borro, me atasco, no sé qué hacer y estoy a punto de abandonar, pero quiero seguir empujando la piedra monte arriba. Al fin, me voy a la frutería de la arcada de la calle Real que se llama “La Memoria”.
Loli es una mujer delgada, mediana altura, morena y que siempre se dirije a mí llamándome vecino. La conocí hace más de veinte años cuando era dependienta de una pescadería que instalaron en la esquina de la calle Trajano con la calle Real. Como había tiempo y estábamos solos, mientras colocaba la fruta que acababa de comprar en la lonja de Manuel Barrionuevo y ponía precio, hablamos. Me recuerda su vida en aquellos años que nos conocimos, cuando estaba casada y con dos hijos. Que nació en una finca que se llamaba La Memoria, de un padre pescador. Era la segunda de tres hijos y, que como en todas las casas, el primero es el jefe, el último el consentido y el de en medio, el pringao del bocadillo que representaba su hermana Lidia y su hermano Juan. Tuvo que valerse de sus dotes para demostrar sus habilidades, casó muy joven y resistió el maltrato hasta que el divorcio la forzó a buscar trabajo en aquella pescadería en la que nos conocimos. También allí conoció a Diego, un camarero amable y ocurrente del bar la Charka que acabó buscando refugio en un pequeño local donde puso una tiendecita de ultramarinos ganándose la vida con la venta de dulces de Fondón, conservas de Suflí, embutidos de Serón y pan bueno, por el que yo empecé a ser cliente. Ella aportó como dote dos hijos y Diego una hija. Rehabilitados, se unieron en matrimonio y en negocio: Diego con su tienda frente a la frutería de Loli, que conjuga su papel de frutera con la de cuidadora de María, viuda de noventa años del que fuera propietario de la mayor empresa de mudanzas.
Y en hablando y hablando, aparece Manoli, dependienta de la tintorería y limpieza en seco de la calle Trajano que tiene mi ficha número 606 como cliente y amigo. ¡ Ya somos dos manolas!, dije, a lo que Loli sorprende manifestando su secreto: “ Somos tres”, porque a ella, que esperaban fuese macho, al nacer hembra le pusieron el nombre de su padre y aunque en el carné figure como Manuela, desde la escuela se rebeló y eligió su nombre: Loli.
Desorientado, salí de la frutería. Cuando llegué a la calle Séneca reparé en que no había comprado nada y volví sobre mis pasos. Desde la arcada a la tienda, una larga fila de hormigas invadía la caja de nísperos de la entrada. Aunque se anunciaban a cinco euros con cuanta céntimos, pedí a Loli medio kilo y regresé a casa porque necesitaba escribir.
Nuevamente, frente al ordenador, no sabía qué escribir, no tenía inspiración. Entonces, recurrí a la Memoria como fuente de inspiración, pero resultó inútil. Apagué el ordenador y mañana intentaré escribir un relato.
1 comentario:
No hay nada como apelar a la memoria como fuente de inspiración. Quizá hoy no era tu día, a ver si mañana...
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