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jueves, 30 de octubre de 2008

Una mujer como tú

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“¡Maldito ascensor! ¡Se ha parado!”.Grité para mi interior con todas las fuerzas de que fui capaz. Sin embargo algún susurro debió escaparse de mi boca, ya que mi acompañante ocasional me miró.

Siempre le había tenido miedo a los ascensores, o al menos respeto. No. Era miedo. No tengo por que negarlo a nadie y menos a mí misma. Incluso llegué a perder una buena ocasión de compra de una oficina por el hecho intranscendente de estar en un piso doce. Era realmente una ganga de una subasta, pero fui incapaz. Me costó una buena bronca con mi marido, tan perfecto, tan inmovilista, tan sabio, tan previsor y tan lleno de incomprensión hacia los pecadillos ajenos. Ni una palabra de aliento (“lo tuyo son tonterías, caprichos de mujer histérica, desocupada y sin valor, una miedica”). Acabé comprando una oficina mucho más pequeña, más cara, en el edificio más nuevo y tecnológicamente preparado de la ciudad, pero situada en la segunda planta. Hacía caso de lo que dicen los carteles del Hospital: “Cuide su salud haciendo ejercicio. Use las escaleras”.

El “don listo” de mi marido, psicólogo aficionado, me “ordenó” que al menos usara el ascensor una vez al día para ir “liberando los miedos de mi subconsciente”. Le hice caso para dejar de oírle renegar al menos durante un tiempo y lo usaba al acabar la jornada por la tarde. Realmente no era tan malo, no pasaba nada y siempre bajaba acompañada de Trinidad. Mi despacho estaba en la segunda planta, como he dicho, pero sólo tenía cincuenta metros cuadrados, el resto, más de trescientos, eran de su compañía.
Junto a mi placa profesional, “Eloisa Escudero. Asesoría laboral y fiscal”, se encontraba la suya, casi se rozaban, “Trinidad Moreno e Hijos. Consignatarios de Buques”. Todos los empleados subían y bajaban por las escaleras, apresurados, eran jóvenes y enérgicos. Yo, rondando ya los temidos cuarenta y con algo de barriguita, no mucho, no vayas a creer, subía y bajaba a mi ritmo.

Sin embargo, todas las tardes, a las ocho y media, descendía de mi cielo en esa máquina infernal, procuraba no pensar y salía corriendo hacia la puerta de la calle. Ya he dicho que nunca lo hacía sola, siempre bajaba acompañada de Trinidad Moreno, la persona que dirigía la empresa vecina. Como un derecho especial ejercido sólo por los más altos dignatarios de su empresa siempre usaba el ascensor.
A su lado yo parecía la ascensorista de las películas con uniforme a botones y gorrito. Trinidad vestía impecablemente, con el típico maletín negro de mano, mirada seria, casi hosca, gesto adusto y el saludo internacional acostumbrado, cortes pero frío e impersonal. Nunca me miraba a mí pero yo llevaba admirando su cuerpo, su elegancia natural, sus ademanes, durante los seis meses que llevábamos “conviviendo” en el ascensor todas las tardes. Sin embargo siempre pensé que era, sencillamente, inaccesible. Era impensable que una persona así, tan perfecta de verdad, pusiera sus ojos en mí.

Coincidí varias veces con su secretaria tomando el café de media mañana, todos bajábamos al mismo sitio, buen café, buen precio. Me contó lo que quería saber, todo lo que sabía, de la persona que pagaba sus nóminas, muy poco: Había heredado la empresa de su padre, que lo hizo a la vez del suyo. No había cambiado de nombre en más de setenta años. En su caso, cuando nació tuvieron algunos reparos, pero la mentalidad comercial prevaleció. Aspectos personales: matrimonio casi de conveniencia, aunando capitales para la consolidación del negocio, dos hijos, buen chalet, buen coche, todo el tiempo era poco para el trabajo. Incluso sus diversiones eran parte del juego: el Club de Golf sólo era una ampliación de la sala de juntas.

Pensé todo eso durante menos de diez segundos. El ascensor no se movía y de repente se apagó la luz del techo, quedando sólo un pequeño piloto rojo. Cogí el teléfono móvil para llamar a mi marido. Llamé, insistiendo, pero no respondía nadie. Sentí escalofríos, un ahogo extraño y comencé a gritar, a respirar alocadamente, a llorar. Miré, entre las lágrimas, a Trinidad y vi algo diferente en sus ojos. Se volvieron tiernos, dulces, amigables, casi amorosos.
Las piernas se me fueron doblando, sentí una flojedad cada vez más fuerte. Noté que Trinidad se colocó detrás de mí, me agarró por debajo de los brazos y fuimos cayendo lentamente, resbalando, hasta quedar con las piernas estiradas, mi espalda apoyada en su pecho y la suya en la pared del ascensor.

De su boca, que tanto me atraía, antes tan seria y firme, se dejó oír una voz temblorosa, que intentaba ser tranquilizadora: “No te preocupes Eloisa. Yo cuidaré de ti. Desde que te conozco te deseo con toda la energía que se acumula en el universo. Relájate un poco”.
Apoyando sus palabras, sus manos volaron sobre mi cuerpo como mariposas con alas de seda, acariciaron mi pelo, con extrema suavidad, avanzaron por mi cara y tomaron posesión de mí. Yo sólo pude emitir un suspiro profundo, mezcla de alivio, asombro y consuelo.
Con las yemas de los dedos fue realizando pequeños círculos en mis labios, en mi barbilla, en mi corazón, que iba agitándose y acalorándose por momentos. Volaron sobre mi cuello, como palomas se posaron en mi pecho. El corazón ya se salía de él. Nunca había sentido nada igual, ni siquiera parecido, con ningún hombre. Una descarga eléctrica saltó en la base de mi cerebro y recorrió a la velocidad de la luz toda mi columna vertebral, imposible de controlar, libre, hasta terminar en mis piernas, que temblaron como en un terremoto de emoción y placer.

Si no hubiera estado apoyada en Trinidad me habría desmayado sin remedio. Una ola de calor siguió a ese chispazo sacando a mi cara todos los colores que llevaban aletargados varios años, esperando a la lluvia de besos que comenzó a caer sobre mí. El fuego me consumió en lo más profundo de mi cuerpo, de mi alma de mujer.
Era suya, sin pensarlo, sin buscarlo, aún casi sin desearlo, pero inevitablemente era suya. Cerré los ojos dejándome hacer, viajando por mi pasado hasta el cálido útero de mi madre, de donde regresé aturdida. Toda una vida de normalidad, de amor normal, nada de locura, pasión descafeinada. Nunca un segundo valió tanto como una vida. La dulzura de su mirada me atraía hacia Trinidad. Éramos dos personas casadas, con hijos, responsabilidades y había incluso algo más que habría debido separarnos.

Seguía estando en su regazo, rodeada de sus brazos, notando su respiración, tan convulsa como la mía. Sentía su mirada en mi pelo, que me atravesaba cada centímetro de la piel, de los huesos, de la carne, de las vísceras. Todo mi yo era suyo para siempre. Así se lo juré. Hasta la última gota de mi sangre roja y caliente.

Después de varios minutos de silencio cómplice, de reflexiones calladas, nos levantamos. Nuestras miradas buscaron la otra boca, nuestros labios los ojos. Por cada sonrisa un beso, besos profundos, calientes y húmedos, suaves en labios de terciopelo rojo brillante, cariñosos. Volaron las palomas y nos enlazamos en un abrazo que habría fundido los metales, creando una nueva aleación, con nuestros cuerpos, del mineral con el que se fabrica el amor.

El sonido impertinente del teléfono móvil me devolvió al mundo de los ascensores rotos, que había conseguido olvidar. Lo cogí sin ningún ansía, a pesar de ser el único vínculo con el exterior. Contesté con varias afirmaciones y colgué. Trinidad me miró, interrogándome. Le contesté:

“Es mi marido. Dice que no me preocupe, que ha saltado la alarma del ascensor y él, que me esperaba abajo, ha avisado al servicio técnico. Llegarán rápidamente. Estaba salvada, como siempre, gracias a él.”

Y le añadí, con una mirada de cariño profundo:

“Soy muy feliz. Contigo me he sentido una persona completa. Te puedo asegurar que no entiendo aún cómo has podido fijarte en mí, que soy tan poca cosa. Nunca lo hubiera pensado, no me explico qué ha podido ver en mis ojos una mujer como tú.”

14 comentarios:

SYR Malvís dijo...

Leo, tu relato, con admiración por los matices y los registros de estilo y temas que te caracterizan. Pero no olvido, amigo, que vives en un sexto piso, por lo que el pulpo zapillero de tres kilos y medio que guardas, o lo bajas o yo no soy el comensal que esperas.

¡ Hombres como tú, tampoco hay muchos, pero los prefiero fuera del ascensor¡.

Anónimo dijo...

¡No creas, hay virus que hacen estragos y dejan las fuerzas muy mermadas!
Creo que en estas condiciones con quien habría que tener cuidado sería con el pulpo.

Saludos.

Baruk dijo...

Y después de este viajecito... le seguian llamando Trinidad?

SYR Malvís dijo...

Profundamente preocupado por la acción vírica aludida y el estado comatoso del autor, he recurrido a profesionales cualificados para desvelar el agente vírico que lo tiene postrado.
Tras la analítica pertinente, me confirman que el nombre científico de los agentes invasores de la salud de Fendetestas, responden a las siguientes especies o familias: Silentium 2005, Protos 2004, Azuaga 2003 y Monasterio 2002.

Tras el diagnóstico, la receta: un próximo jueves en el Puga.

Anónimo dijo...

¡Sí, XD! (como dicen ahora los jóvenes)

Gracias por el diagnóstico y el tratamiento, sobre todo por su caracter gratuito (teniendo en cuenta, la gratuidad, en el buen sentido, me refiero a sin coste).
Alguna solución habrá que ir dandole al enfermo, pues con un paciente así por buena que esté la enfemera la acaba poniendo mala.

Si convenimos en que lo que no mata engorda, confio que después de la correspondiente cura en el Puga, el enfermo torne en plenitud de facultades (todas ellas) o pase a engrosar la lista de "éxitus" (que no de éxitos) del registro provincial...

Le saludo atentamente.

Anónimo dijo...

Esto de los calculos siempre ha sido muy complicado...

Cuando de niña iba a catequesis nos aseguraban que Dios era uno y Trino (1 con 3 y 3 en 1)... en el relato, con mucha
sencillez,aparece un supuesto Trino (3), que aún siendo Trinidad ,resulta que es "bi"(2)...
¡Qué mal se me han dado siempre las matemáticas!

Anónimo dijo...

Me podéis dar el teléfono de Trinidad por favor...

Anónimo dijo...

No tengo a mano el teléfono de Trinidad pero mientras, a quien le interese, le puedo dar el de mi primo Bonifacio. Hace unos días acudió a la farmacia del barrio con un muy notable bulto en el pantalón y muy azorado le dijo a la farmaceútica: "Llevo así desde ayer por la mañana. ¿Qué me puede dar usted?" A lo que ésta contestó: "La farmacia es mía, el piso de arriba también y además tengo un chalet en la playa".

Saludos desde el ascensor, que se acaba de parar en el 6º.

Anónimo dijo...

¡Hola! Ja soc aquí! He salido del virus como el gato rescatado de la acequia: esponjado, tembloroso y mirando de reojo al agua.

Como decía Jack, iremos por partes. Gracias a Malvís por sus preciosos, aunque merecidos, elogios a mi prosa. Tus palabras son de ley. Qué grande es tu corazón y qué pequeños los ascensores; parar subir a tu inestimable amistad hay que usar escaleras de abrazos.

A Baruk le comento que en mi caso familiar la trinidad también es doble y bisexual: una hermana de mi padre y un primo de mi madre. Si miramos más atrás lo triangulamos con mi bisabuela paterna y lo podemos poliedrar con una prima de mi padre y algunas primas mías. Una familia muy cantarina, puros trinos. La procesión va por dentro.
¿Alguien recuerda las películas de Terence Hill y Bud Spencer (“Le seguían llamando Trinidad”) ¿Va por eso la pregunta? Fueron la emoción de mi infancia en el cine de verano. Spaghetti western a mamporrazos y vaqueros en bicicleta. Forever young.

Saludos a la que duerme con el marido de mi esposa, que tiene el cielo ganado, siempre que no tenga que abrirlo ella por la mañana (por algo se casó con el que lleva las llaves).

He vuelto del mundo del estómago revuelto.¡Aleluya! (No sé qué es peor)

Anónimo dijo...

¡Necesito urgentemente un técnico en ascensores! abstenerse mediocres

Anónimo dijo...

Aquí sólo tenemos personal de primera, todos muy bien cualificados.

Si está dentro del ascensor, pulse el botón de alarma y en breve espacio de tiempo estarán cubiertas sus necesidades.

Siempre a su disposición.

SYR Malvís dijo...

Pongamos orden y concierto. ¡ A ver si va a resultar que eres insaciable¡

Anónimo dijo...

No, ¡si yo lo que quiero es entrar!

ya puestos que venga Manolito

Anónimo dijo...

¡¡Y que se ponga a la cola que ya llega hasta la esquina de la farmacia!!

¡Lo que se corre la voz!...¡Pues yo mi turno no lo pierdo! Hala!!


Publicación 2006
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