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miércoles, 6 de agosto de 2008

Traspasando fronteras

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Por Malvís




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Señor funcionario, muchas gracias por entregarme “los papeles”, pero no voy a aceptarlos. Llevo desde la cinco de la madrugada aterido de frío haciendo cola ante las puertas de la Subdelegación y, sin embargo, en el momento de oír la señal del indicador electrónico que marcaba mi turno, todo se ha desvanecido.

Salí de mi país buscando una oportunidad, y lo único que estoy a punto de conseguir es en acreditarme, eso sí, oficialmente, como una mercancía o un animal a quien a nadie importa.

¡ Qué más da¡, si tan sólo soy un pobre negro cojo.

Soy cojo, porque las fronteras físicas me han deparado una ligera cojera y algo de rigidez en la pierna derecha. En la primera tentativa, había optado por entrar a España a través de Melilla. Tras hablarlo con mi joven esposa embarazada, abandoné mi granja en Nuadibú con la idea clara de conseguir una vida mejor para mí y mi familia, y en unión de otros siete amigos nos propusimos atravesar las zonas desérticas de Mauritania y los terrenos montañosos de Libia para, tras penetrar en Marruecos, acceder al Primer Mundo a través de Melilla. Sólo llegamos tres. Escalé, sudando, la alambrada, pero la luna llena de aquella noche, tenía nacionalidad y, además, actuaba de infiltrada chivata.

Tras ser arrestados, nos propinaros una paliza de la que todavía conservo secuelas en el bazo y marcas en el corazón y en la memoria.

Descartada la idea de llegar a España por la frontera de Melilla, el viaje en cayuco era la mejor opción. Negociamos el billete y nos lo rebajaron hasta los 800 euros por persona. Pasamos toda la noche a la deriva en un cascarón inestable. Hacinados, temblando y rezando para no morir de frío o ahogados, la noche se hizo eterna. Ví morir a varios y otros se arrojaban al agua sin despertar compasión en el resto ni arriesgar sus vidas para rescatarlos.

Amaneció y vimos la costa, pero la Guardia Civil española nos sorprendió cuando estábamos en las playas de Fuerteventura. Nos trajeron mantas y una voluntaria de la Cruz Roja me tendió una taza de caldo caliente y un bocadillo que devoré sin saber su contenido. Pero me sonrió.

Tras cumplir cuarenta días en un Centro, nos llevaron a la Península. En camiones de la policía fuimos trasportados al Centro de Internamiento de Carabanchel donde nos dieron comida y un certificado que acreditaba nuestra estancia. De nuevo a otros camiones y a Leganés, donde nos dejaron libres.


Pero entonces, señor funcionario, la idea de libertad se difuminó y me asaltó de nuevo la incertidumbre. Paseaba por unas calles de un país desconocido, sin recursos económicos y sin conocer su lengua ni costumbres. Y entonces reparé en que no había traspasado más que una frontera: la física, la del “Otro Lado”. Comprendí que las fronteras no son sino líneas imaginarias, convenciones artificiales que se logran imponer sobre nuestra existencia real.

Comprendí que soy pobre y que la pobreza no es una contingencia económica. Constituye otra frontera infranqueable. Es el valor y significado del dinero como verdadera frontera. Aquella que impide el acceso a una cama, a una comida caliente o a una integración con otras personas para quienes las elementales necesidades vitales están cubiertas; la que, en fín, te relega a un concreto espacio físico con aspecto y conciencia de ghetto que te aísla del resto y pregona tu singularidad. Por eso comencé a frecuentar bares a la hora del amanecer para buscar trabajo.

Soñaba con ser albañil, pues es una actividad física a la que estoy acostumbrado sin miedos a inclemencias del tiempo y tengo experiencia en el manejo de herramientas. Conseguí una jornada de 3 de la tarde a las 2 de la madrugada. Dicen que es cuando no visitan los Inspectores, porque no estamos asegurados, pero a cambio nos dan setecientos euros y nos pagan la semanada por adelantado para que podamos comprar comida y pagar el alquiler de la chabola, propiedad del empresario, que compartimos con otros cinco compatriotas.

Han sido casi treinta y seis largos meses, pero al final he logrado pagar los billetes para que mi mujer venga aquí con mi hijo, que me ha dicho es varón y se llama Mame MBaye, como yo.

Sólo me falta algo para lograr que todo sea perfecto: “los papeles”.

Un entramado de gestores y personas con carpetas se afanan en un laberinto de intereses para “ayudarnos” a conseguirlos. Buena parte del dinero de mi trabajo va destinado a esas personas. Pero hoy, al fin, estoy aquí sentado ante usted, señor funcionario, y pronto los habré conseguido. Y con ellos, podré aspirar a un contrato de trabajo, a una casa y a traer a mi mujer y a mi hijo. Quizá, cuando ellos estén aquí, con su ayuda podamos montar un locutorio y yo me retiraría de la construcción, pues aunque siempre me gustó, no entiendo muy bien las técnicas de aquí. Los destajos y la maquinaria, unidos a mi poca experiencia a veces me han propinado serios disgustos. Recuerdo una vez que quedé atrapado con una carretilla que transportaba la ferralla. El material impidió la visión al operario que la conducía y me acabó empalando con el torillo. El siempre dijo que no había luz suficiente y como yo era negro... no me distinguió, que debía haber llevado puesto el chaleco reflectante. Estuve postrado en cama tres meses y medio. No podía acudir a la medicina pública porque no tenía seguro y el patrón me acabaría despidiendo. Lo peor fue que durante ese tiempo no cobraba el jornal ni subsidio y mi economía acabó maltrecha y mi mujer, destetando a nuestro hijo.

Yo, soy negro. Podría haber sido blanco, cobrizo o amarillo, pero, igual que mis padres y mis siete hermanos menores, soy negro.

De pequeño tenía la concepción de la negritud como un simple color, como un canon, pero con los años, he comprendido que el negro es algo más que una variante en la gama de colores del arco iris. Constituye una frontera étnica. No nos engañemos, señor. Seguiremos siendo Nosotros y Ellos, otra frontera – esta de índole moral- que tendremos que traspasar. La vida se me antoja corta para sortear tantas convenciones que no son sino el último reducto de la insolidaridad mal disimulada. Las fronteras nacionales, señor, acaban siendo fronteras éticas. En este Primer Mundo se sigue pensando que lo que nos hace humanos es la sangre o la cultura compartida, pero yo pienso que, más allá del hecho físico del nacimiento, lo que nos hace realmente humanos y desarrollarnos como personas, es que otras personas, sea cual sea su sangre o cultura, nos acojan como legítimos “ otros” para la convivencia. Pero ya ve, la ciudadanía de su rico país, representa el último privilegio, el último factor de exclusión y discriminación, porque su mirada ética no va más allá de la comunidad de aceptación mutua en que surge. Existe una miopía moral que se agota en la preocupación por los “nuestros” y hacen que nosotros seamos “ellos”.

Y yo, señor funcionario, soñaba con un mundo sin fronteras donde el más pequeño de los viajeros pudiera vagar de país en país, de continente en continente, sin humillaciones insultantes, sin explotación y sin tener que afanarme en traspasar continuamente esas convenciones imaginarias que se imponen a nuestra propia realidad humana y que ustedes llaman “Fonteras”.

Yo, soy un pobre negro cojo, pero tengo un sueño. Es el sueño de la solidaridad innegociable. Por eso, gracias, señor funcionario, pero no quiero esos papeles.


- ¡ Siguiente...¡




Malvís. Abril de 2.006.

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Publicación 2006
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