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sábado, 19 de junio de 2010

SEGUNDO REENCUENTRO Manzanares-Almagro. (Comunidad Castellano-manchega)



Hacía casi diez años que no marcaba su teléfono. Tras una vida tan fuertemente unidas y en la que tantos y tantos buenos momentos compartimos, inseparablemente unidas, nos habíamos distanciado. Por eso, me extrañó que, después de tanto tiempo sin querer saber la una de la otra, me hubiera mandado aquel telegrama pidiéndome (“ si te encarta”, decía textualmente) reunirme con ella en Plasencia. El hecho de que recordara mi actual nueva dirección, significaba que no había dejado de seguirme la pista y que aún existían rescoldos del sentimiento amoroso de antaño. Por mi parte, sentía lo mismo. Tampoco yo me había resistido a seguir su vida y estaba completamente informada de todo lo que constituía su mundo. Algo que ha sido tan tierno y profundo no muere nunca, pensaba con razón.

Animada por el paso dado por ella, descolgué el teléfono y marqué el número sin titubear. Como si fuera algo tan rutinario como encargar la bombona de butano.

- Farmacia, dígame.
- Puede ponerse doña Lina, por favor – contesté.
- Un momento. No cuelgue – respondió.
Tras una breve pausa, se reanudó la conversación.
- Diga, ¿quién es?.
- Oye, soy yo – contesté segura como estaba que no necesitaría más presentación que el timbre, archiconocido para ella, de mi voz. Alcubillas – continué sin más preámbulos- es un pueblo pequeñito de la provincia de Ciudad Real. Está a escasos 20 kilómetros de Valdepeñas.
- Ya. Eso lo sé porque también he sentido la curiosidad de mirarlo en Internet, pero lo que no me cuadra es que su iglesia no está dedicada a Sta. María Magdalena, sino a su Patrona, la Virgen del Rosario, y si recuerdas el legajo incompleto que nos entregó el de Jarandilla...- Ya, ya. Por eso te llamo. He pensado que a lo mejor...
- Yo también estuve a punto de sugerírtelo. Hasta tengo elegido el sitio: Manzanares.
- ¿Manzanares?
- En efecto. El Parador de Manzanares. Está a pocos kilómetros de Valdepeñas y a la mitad de camino entre tu Comunidad y la mía. Desde allí podríamos ir a visitar Alcubillas e intentar adivinar este dichoso jeroglífico para salir de dudas de si se trata de una bobada o una broma de pésimo gusto y acabar, de una vez por todas, con estas tonterías. Además, está junto a la autovía de Andalucía-Madrid. De esa forma, en uno o dos días habremos hecho todo lo que tengamos que hacer. Y por poco dinero. Me han confirmado que aceptan talones. ¿Qué te parece a ti?.
- Bien – asentí, comprendiendo que todo estaba perfectamente organizado por ella y que un nuevo encuentro podría ser beneficioso no sólo para la búsqueda de la pista del pergamino, sino para nuestros corazones, que tan maltrechos habían quedado por los acontecimientos pasados. Nos veremos allí el próximo viernes, si dios quiere.

Aquella semana se me hizo eterna. Pese a la escasa importancia concedida al principio al contenido del sobre e incluso, la contrariedad que nos supuso el pensar que habíamos sido objeto de una pesada broma que para nada justificaba tantos kilómetros recorridos, desde que rasgáramos el sobre entregado en Jarandilla de la Vera, no había podido dejar de pensar en aquella media cuartilla amarillenta que contenía y en su texto manuscrito que ya tenía, incluso, fielmente memorizado.

No acertaba a comprender su significado ni qué relación guardaba con nosotras. Y sin embargo no podía dejar de pensar en ello, hasta el punto de recitar, de memoria, su contenido. No estaba centrada en mi trabajo y los pacientes parecían notarlo, porque sus contracturas no cedían a mis tratamientos o, al menos, así me lo parecía. Deseaba dar altas para tener menos agobio el fin de semana y, sin embargo, no conseguía progresar con ninguno. Incluso Magdalena, a punto de aliviar sus cervicales, se fue a quedar dormida en el sofá, con tan mala postura que deshizo el velo pacientemente tejido por estas penelopeas manos.

El viernes, a primera hora, ya estaba camino de la A IV Andalucía-Madrid, y dando la una del mediodía, accedía al desvío del km. 174. Nada más llegar, descubrí una especie de Quinta con un típico patio manchego, pulcramente encalado de blanco luminoso, donde resaltaban sus casetas azulonas dedicadas a garaje. Penetrándolo, se accede a otro recinto ajardinado, con una gran tinaja y un antiguo carro de labranza que le sirven de decorado. Recorro el pasadizo cubierto de teja que da acceso a la puerta de entrada y, nada más franquearla, contemplo el conjunto de pollos de perdiz, disecados, y los útiles empleados para su caza que cuelgan junto a la vitrina que conteniendo objetos y alegorías, nos recuerda que estamos en pleno corazón de la tierra del que fuera el hidalgo más universal de todos los tiempos.

Tras confirmar la reserva, el empleado me entrega la llave de mi habitación.

- Una de matrimonio, ¿ verdad, señora? – dice al tiempo que teclea el ordenador. Efectivamente, aquí la tenemos. La 216, en la segunda planta, sobre la piscina. El ascensor lo encontrará pasada la puerta de la izquierda, a su derecha. Bienvenida.

Nunca había visto una cama con tanta amplitud. Al principio, incluso llegué a pensar que las camareras de habitaciones habrían confundido el largo con el ancho. Tras tomar posesión de mi aposento y refrescarme del agobiante calor del viaje, entretuve la espera entusiasmada con un libro de bolsillo que, situado en la mesita de noche, se hizo objeto de mi atención por su sugerente título: Relatos.

Estaba embebida en el relato El despertar, que Vicente Marco dedicara a la memoria de su padre en Alarcón, cuando desde la mesa de la cafetería que está junto al amplio ventanal la ví llegar. Llevaba unos pantalones color visón, camiseta marrón de mangas sisa y, sobre la misma, una camisa abierta en tono beige, con todos sus complementos en cuero de Ubrique. Golpeé los cristales para hacerme notar y pronto estábamos, de nuevo, juntas comentando desde las incidencias del viaje, de nuestras casas y, en fin, de nuestro vivir cotidiano en el escaso mes transcurrido desde nuestro último encuentro.

Tras exponer nuestros respectivos planes, acordamos que, dado lo avanzado de la hora que haría inútiles nuestros esfuerzos por la dificultad que, sin duda, habríamos de encontrar en localizar a persona alguna ni en la iglesia ni en el ayuntamiento del diminuto pueblo, resolvimos que lo más adecuado sería aprovechar el resto de la mañana haciendo turismo en la vecina localidad de Almagro y, después de comer, tendríamos la tarde entera para dedicarla al objetivo de nuestro viaje.

Almagro me fascinó al instante. Su Plaza Mayor rectangular con las galerías acristaladas sobre columnas de granito, me pareció algo de increíble belleza. Sus lados mayores presentan ese conjunto de viviendas dispuestas sobre soportales en dos alturas de galerías acristaladas sostenidas por columnas de piedra de estilo toscano, sobre las que descansan las gruesas zapatas y vigas de madera pintadas de almagre que le confieren cierto sabor de pueblo nórdico con sabor a mar. El escaso muro existente entre la carrera del soportal y la planta baja y entre los dos pisos de galerías, está pintado de blanco, y en el tejado, cubierto por teja árabe, se levantan buhardillas encaladas, blancas chimeneas y algunas veletas de hierro.

- ¿Sabes que hace mucho tiempo atrás, todas las ventanas y balcones de esta plaza eran de color azul? – me dijo haciendo gala de sus conocimientos de impenitente viajera. Y, sinceramente, los prefiero al color verde actual, chica. Debería presentar, entonces, un aspecto como de puerto deportivo anclado en medio de un mar de verdes trigales.

Recorrimos su calle del Gran Maestre, sus palacios calatravos, iglesias y el Corral. Hasta tuvimos tiempo de fotografiar la espléndida fachada de una casa solariega en cuya fachada, de piedra, encontré una inscripción que me pareció resumir todo el espíritu de aquella tierra manchega: “ A SOLO DIOS EL HONOR”.

Aparcamos junto a la fuente del patio del antiguo convento de San Francisco. Atravesamos el claustro mudéjar que circunda el patio del laurel que orgulloso exhibe en su pared el testimonio de la visita regia y, tras examinar la carta expuesta en el atril de entrada, accedimos al espacioso comedor del Parador. Pronto nos sirvieron un vino de bienvenida al que acompañaron con dos berenjenas de almagro y una sartencita de hojalata con trévedes incorporadas que contenía las inefables gachas manchegas. El almuerzo consistió en un revientalobos que ella eligió, mientras yo me decantaba por una perdiz estofada. De beber, una jarra pequeña de Lazarillo y como postre, tarta franciscana para compartir.

Agradecí al camarero la atención que supuso el considerar los tres platos consumidos por las dos, como un solo menú del Parador en lugar de cobrar el importe de cada plato según la carta, con lo que el alivio económico que ello suponía, me permitió ser yo, en esta ocasión, la que pagara su importe. Después, nos trasladamos al curioso bar donde destacan las tinajas con sus cuellos sobresaliendo del suelo y, aprovechando el espléndido sol, pedimos nos fueran servidas las tazas de café en el patio contiguo para aprovechar la sombra del parral que confiere un especial encanto a ese rincón.

La sobremesa transcurrió plácida. La conversación discurrió, mansamente, por aquellos temas que evitaban cualquier fricción o referencia a los hechos que las dos teníamos aún presentes y frescos y que habían cavado la profunda zanja de nuestra separación. Por la puerta lateral del patio, desembocamos en un amplio huerto con enormes y frondosos árboles que daban sombra a la piscina objeto de una apresurada remodelación que permitiera su puesta a punto en la inminente estación estival. Mientras paseábamos, referíamos anécdotas y vivencias de tiempos pasados vividos intensamente felices, unidas y cargados de pasión juvenil. Después, las circunstancias o el destino (¡ qué se yo!) hicieron todo añicos. Ahora, en los silencios de nuestra conversación, ambas parecíamos convenir en el hecho de que cuando un jarrón de fino y precioso cristal se rompe, ni la mejor restauración puede devolverlo a su estado original. Y sin embargo, allí estábamos las dos. Juntas e intentando algo que creímos podía merecer la pena. Quizá lo único que la merezca.

Serían sobre las cinco de la calurosa tarde manchega de aquel mes de mayo, cuando partímos de Almagro con dirección al destino de nuestro viaje. Tras dejar atrás Valdepeñas y Villanueva de los Infantes, llegamos a Alcubillas. Aprovechamos la excusa que nos proporcionaba la necesidad de repostar combustible en la estación de servicio situada a la misma entrada del pueblo para obtener información del empleado quien, amablemente, nos indicó la situación de la iglesia en donde suponíamos era el lugar adecuado para encontrar respuesta a las preguntas que nos veníamos haciendo desde que el de Jarandilla nos entregara el pergamino incompleto.

La carretera divide a Alcubillas en dos mitades. La parte de la izquierda o alta, denominada Cerrillo, y la situada al margen derecho, más llana, que alberga los edificios más relevantes y principales de la vida local: la Plaza, el mercadillo, el Ayuntamiento y una pequeña iglesia de única nave central de estilo gótico-renacentista coronada por una torre de campanario cubierta, que destaca sobre todas las construcciones del pueblo.

Nada más traspasar la puerta del templo y situadas al lado derecho de su única nave, se observan varias estancias o capillas en las que, tras la dedicada a la cordelería desde las que se accionan manualmente las campanas que avisan los oficios litúrgicos, se encuentra otra que acoge una pila bautismal de piedra labrada y que aparece dividida en su circunferencia interior por una tabla que separa el agua bendecida el día de Domingo de Resurrección, de la otra mitad, vacía y provista de sumidero por donde discurre el agua utilizada en cada ocasión en la que, cada vez más raramente, se administra el sacramento y que indica a los padres del bautizando, no el carácter higiénico del acto, sino lo insólito y único que resulta la unción bautismal que practicada sobre la cabeza del neófito, ya no volverá a ser reutilizada.

Avanzamos por la nave central y rebasada su mitad, situados en forma transversa observamos los bancos que, rompiendo la armonía del resto, se encaraban, no frente al altar, sino a un camerino lateral donde se encontraba la imagen de la Virgen del Rosario. Tuvimos que esperar un buen rato hasta que la no más de una decena de mujeres de mediana edad finalizara la letanía eterna que epiloga el rezo del rosario y, una vez, que hubo acabado, nos dirigimos a la que, de ellas, parecía dirigir la ceremonia religiosa y le preguntamos

- Por favor, ¿dónde podríamos ver al Sr. Cura?.
- Don Alfredo no se encuentra aquí
- respondió mientras tras hacer una ostensible genuflexión, nos delataba la grave infracción e irreverencia cometida de estar en el centro del pasillo, frente al sagrario.
- Perdone, es que venimos de lejos y queríamos, necesitábamos, hablar con él - insistí al comprobar que portaba en la mano una gruesa llave de metal con la que se disponía a cerrar el templo.
- Lo siento. Don Alfredo trabaja todos los días en las Bodegas de Valdepeñas – dijo mientras sonaban dos chasquidos metálicos que sellaban la gruesa puerta de madera maciza -. Él oficia la misa de siete y luego marcha a trabajar con los demás hombres del pueblo. A mí me deja al cuidado del templo y de su limpieza y junto con algunas mujeres que ustedes han visto, cuidamos que todo esté dispuesto y podamos celebrar el rezo del rosario y de las novenas.- ¿ Y no vuelve en todo el día?- preguntamos angustiadas por la idea de ver realizado nuestro esfuerzo en vano.
- Sí, mujer ¿cómo si no iba a atender a los feligreses que necesitan confesión y extremaución?. Miren ustedes, una cosa es que sea un joven moderno de su tiempo y otra es que sea irresponsable con su parroquia. Lo que ocurre, - continuó con ínfulas de fans enardecida- es que esto se le queda pequeño para su labor pastoral y, como él repite cada dos por tres, también Cristo ejerció su apostolado a través del vino en Caná de Galilea.
- ¿ Entonces...?
- Dentro de muy poco, lo tendrán ustedes por aquí, porque tan pronto acabado el turno de las seis, viene al pueblo, se asea y ya no sale de la iglesia para todo el que quiera verle o le necesite.
Efectivamente, a la hora indicada, el Padre Alfredo apareció radiante en la Plaza de la Iglesia. Era delgado, moreno, de pelo rizado e insolentemente joven. Vestía pantalón azul y camisa de cuadritos y hacía gala de una sonrisa que le confería cierto aire de todo aquel que se sabe triunfador.

- ¿Me esperaban ustedes? - nos dijo sin dejar de accionar la gruesa llave que volvía a abrir la puerta de la iglesia.
- Sí,- respondí -. Mire, hemos hecho un largo viaje porque estamos buscando esto –le dije mientras extendía el trozo de papel que instantes antes había extraído de mi bolso.- Pasen, pasen, por favor –insistió. Bueno, ya les habrá contado Rosario que... – dijo como si intentara disculpar algún desorden, por otro lado inexistente .

Nos hizo pasar a la sacristía y, abriendo el ventanal que despejara el mortecino ambiente, prosiguió:

- Veámos que nos traen y en qué podemos servirles.
Pasó rápidamente la vista por el trozo de papel que le había entregado y, como si estuviera familiarizado con estos temas, añadió:
- Sin duda se trata de una parte de una certificación literal y manuscrita de una antigua partida bautismal que da noticia de que en este mismo templo, y más concretamente, en la misma pila que se encuentra a la entrada, fue bautizado un varón hace casi un siglo.
- ¿Entonces...?
- Sí,- me interrumpió como si adivinara el motivo de la duda que me asaltaba. -Aunque aquí se haga mención a la Iglesia de María Magdalena, no le quepa la menor duda de que se refiere al mismo templo. La denominación que consta en este escrito, hace referencia a su primitivo y antiguo nombre aunque con posterioridad se le diera el que hoy tiene, de Iglesia de Nuestra Sra. del Rosario, en honor a su Patrona, pero de lo que no cabe duda es que antiguamente, esta Diócesis era conocida por la del Obispado-Priorato de las Cuatro Órdenes, en directa alusión a las santas órdenes militares de caballeros que en este Campo de Montiel se establecieron. Fíjense que, según se cuenta en los archivos municipales, el origen de este pueblo radica en una Bula por la que Lucio III hizo donación del mismo a la Orden de Santiago.- Pues si es así, creo que hemos encontrado lo que veníamos buscando. Mire, ¿ podría enseñarnos el folio 121 del Libro número ocho de Bautismos de esta Parroquia?. Es indudable que en él vendrá la filiación completa de esta persona que fue bautizada en este pueblo y podremos saber qué relación guarda con nosotras.
- ¡Ah ¡, ¿ pero entonces ustedes no saben quién es? –preguntó extrañado el párroco.
- No. Verá es una larga historia que comienza en un Parador de turismo con la entrega del papel mutilado que usted tiene en la mano. El resto, es producto de la curiosidad femenina...- Vaya, vaya. Es como sacado de una novela. En fin... pero mucho me temo que es poco lo que voy a poder aportar a su historia – dijo doblando la media cuartilla y devolviéndola a su propietaria.
- ¿ Y...?
- Pues verán ustedes. Desde hace muchos años existe una pastoral interna de régimen administrativo que dispone que todos los libros de bautismo con más de cincuenta años de antigüedad, sean remitidos al Archivo Diocesano. Es por evidentes motivos de seguridad y de racionalización administrativa. Se han dado casos en que en parroquias de pueblos pequeños semi abandonados, se han producido profanaciones y saqueos en las iglesias y entre tanta barbarie se destruyeron, incluso, libros y documentos que se encontraban en las sacristías. Luego, cuando había necesidad de expedir certificaciones bautismales o de otro tipo para completar expedientes matrimoniales, era imposible su localización. Desde entonces, se arbitró el procedimiento de centralizar todo en un único Archivo Diocesano en donde se custodian los libros y documentos de las parroquias que se cierran por abandono del pueblo o porque con el transcurso de los años, se entiende no es conveniente permanezcan en las sacristías parroquiales, garantizándose, de esta forma, una localización y una custodia más adecuada de la documentación eclesiástica que por su interés histórico o sus efectos civiles puede resultar necesaria para los fieles. Resumiendo, que si ustedes desean conocer el folio completo y obtener copia o certificación del mismo, tendrán que ir a Ciudad Real.

Los profundos razonamientos con que nos detalló la imposibilidad de obtener nuestro objetivo, aunque comprensibles, nos resultaron de una tremenda injusticia para alguien que, como nosotras, habíamos hecho tantos kilómetros con la sóla idea de conocer el fondo de lo que empezaba a tomar cuerpo de una burlona sombra fantasmagórica. Tan desplomadas debió vernos y tanta laxitud en nuestro ánimo que, sobreponiéndose, continuó.

- Pero, no obstante y tratándose de un caso tan particular como éste, el mismo lunes, a primera hora, yo mismo les acompañaré al Archivo Diocesano de Ciudad Real y les ayudaré en cuanto pueda. Les digo el lunes, porque, mañana, sábado, está cerrado y daríamos en balde el viaje.
- Se lo agradecemos mucho, padre
- intervine. -Pero no podemos quedarnos. Por muy importante que pudiera ser, no podemos anteponer la satisfacción de una curiosidad detectivesca a nuestros trabajos y nuestra familia. El lunes debemos estar cada una en nuestra casa y mañana, sin falta, debemos emprender viaje de regreso.
- No saben cuánto lo lamento. Si en algo pudiera ayudarles, no duden en decírmelo. Lo haría con todo el gusto del mundo.

Nos despedimos de aquel buen cura y tras hacerle entrega de una clásica tarjeta de visita “ por si se enteraba de algo”, tomamos el camino de regreso a Manzanares.

Dormimos juntas, como hacía años. La perfecta insonorización de la habitación impedía cualquier ruido molesto que pudiera perturbar nuestro descanso, pese a la proximidad de la autovía. Al despuntar los rayos de sol, tras preparar nuestros equipajes y tomar el desayuno, cada una emprendía el camino en direcciones opuestas en la profunda convicción de haber dado por zanjado definitivamente el tema y, lo que era más penoso, de haberse roto el hilo conductor de nuestros reencuentros.

1 comentario:

Fiz dijo...

Pues yo me hubiera ido a Ciudad Real... pero, !Cuénta, cuénta!



PD. Y en Almagro, ¿No se cruzaron con Cagancho?


Publicación 2006
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