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jueves, 7 de febrero de 2013

LA QUEIMADA




Cierto día, llegamos un grupo de amigos a una casa rural. Todos radiaban felicidad, alegría, paz y bienestar. Bueno, todos, todos, no. A mi me hubiera gustado alojarme de otro tipo, digamos que de otra manera, pero como me dijera Rafael, en un perfecto cordobés: "hoy tienes c´agüantá", a lo que yo le respondí para mis adentros: "aguantás es como voy a acabar hoy con toda esta panda de ecologistas domingueros".

            Nos dispusimos a participar en la cena. Yo me quedé algo rezagado en mi lucha por enlazar correctamente los botones de la fina camisa de blanco lino. Durante mis repetidos intentos, disfrutaba del espléndido panorama que enmarcaba el balcón de mi privilegiada habitación. Al tiempo, la fragancia que despedía la madera de ciprés del piso y la aromática fuerza del eucalipto del huerto, era un deleite para los sentidos.

            Salí de espaldas de la habitación cerrando la puerta con la llave de cuya cabeza colgaba un trozo de rústica madera con el nombre de la estancia, "La Galana", y bajé al comedor. Se trataba de un salón amplio, situado en la planta baja y al que se accedía desde la misma puerta de entrada. Con ligeros muebles de cerezo barnizado, su solado formaba dibujos geométricos y la techumbre, de gruesas vigas de movila y nervaduras de veteada y dura carrasca, daban un carácter severo y austero a la sala que se dividía en dos zonas perfectamente delimitadas de uso: comedor y salón de estar.

            Se me asignó mi sitio, que no respetó parejas ni matrimonios. Nos sirvieron una suculenta y variada cena y en la mesa campaba la alegría y despreocupación, consecuencia del goce del paladar y del estómago debidamente atendidos. Los efluvios de unos vinos, bajos en grados, pero abundantes de tomar,contribuían en gran medida a nuestra felicidad, en una noche festiva y ruidosa de conversaciones intrascendentales.

            Llegaron los postres y, con ellos, el mítico aguardiente. El propietario del hotelito rural, convertido ahora en camarero, nos susurró al servirnos el primer pocito de orujo: "lo he traído expresamente de Galicia la semana pasada. Es bueno para la digestión". Y por aquello de su poder digestivo, yo le pedí el segundo chupito. Muy solícito, se limitó informarme: "este orujo está destilado en un alpendre casero", y más tarde, al traerme el cuarto o el quinto, amplió su advertencia: "Este aguardenteiro es del mejor, pues ha salido de pota y caído cantando", y añadió "Tenga cuidado, lleva mucho alcohol". Yo, me limité a mirarlo con cierto gesto de autosuficiencia y contesté: "¡A mí, que soy de Mágina¡".

            Después de los cafés llegó la inesperada "queimada". El mismo propietario-camarero, ahora transformado en brujo, fue depositando sobre una mesa en el centro, con gran parsimonia, varias botellas del enigmático orujo, un gran cuenco o pote de barro, un viejo y largo cucharón para remover y distribuir el elixir sin quemarse, un tarro grande con azúcar, cortezas de limón, y un trocito de palo de abedul para prender la llama. Obedeciendo a un discreto gesto de su cabeza, su esposa apagó las luces del comedor, que quedó iluminado por la tenue luz de un cirio corto que servía de tope para evitar los golpes de la hoja de la ventana.

            Permanecíamos en expectante silencio, cuando comenzó el ancestral ritual del "Conxuro da Queimada". Desde el fondo de la estancia, Rocamunda comenzó a recitar: "Mouchos, coruxas, sapos e buxas, demos, trasgos e diños, espiritus d´as neboadas veigas, corvos pintigas e meigas, feitizos das menciñeiras podres cañotas furadas, fogar de vermes e alimañas...", mientras el propietario-camarero metido a brujo, no cesaba de remover: ... " lume d´as Santas Campañas, mal de ollo, negros meigallos, cheiro dos mortos, tronos e raios...". Sentí un escalofrío al cruzarse nuestras miradas, mientras ella seguía solemne: "... Aubeo do can, pregón da morte fuciño do sátiro e pe do coello. Averna de Satán e Belcebú, lume dos cadabres ardentes...", y llegada a esta estrofa, el oficiante se retiró hacia atrás y, valiéndose del trozo de abedul prendió fuego a la sustancia.

            Una alta llamarada se alzó entre él y nosotros, que lo observábamos dispuestos en círculo. Desde mi ángulo y a través de la irisada y transparente flama, su rostro se transfiguraba fantásticamente, se estrechaba, alargaba, se retorcía, estiraba... Muchos más conjuros fue mentando hasta llegar a uno que recitó mirando a lo alto: "Con este fol levantarei as chamas deste lume que asemella ao do Onferno e fuxirán as bruxas a cabalo das suas basouras índose a bañar na paraia das areas gordas...", elevando el tono de la voz y como pareciendo escuchar algo que no oíamos nadie. "¡Ouvide, ouvide¡", nos gritaba invitándonos a escuchar mientras subía el cucharón a lo alto de la llama, una y otra vez, y vertiendo en su interior el contenido en forma de columna llameante que dividía su rostro en múltiples caras de matices azules, rojos y amarillos inhumanos y fantasmagóricos. Parecía un sacerdote pagano ofrendando sacrificios y manteniendo viva la llama de la vida. Por fin, escanció el licor en pequeñas tazas de barro, mientras añadía incansable: "E cando este brebaxe baixe po las nostras garxas quedamos libres dos males da nosa ialma e de todo embruxamiento".



            Esta especie de exorcismo me hubiera provocado la risa en otro momento o, al menos, hubiera premiado al ejecutante con una misercorde sonrisa, pero el oráculo parecía dedicarme personalmente el sortilegio, ya que sus vivarachos ojos ahora se mantenían fijos en los míos, sin atreverme siquiera a parpadear. El eco del final de sus invocaciones: "... si e verdade que tendes mais poder que a humana xente, eiquí e agora, facede cos espiritus dos amigos questán fora, participi con nos desta queimada", hacía que mi cerebro divagara flotando ente los vapores. Bueno, eso y la media docena de potes de queimada libadas anteriormente. No obstante, me sentía eufórico y a la vez temeroso sin saber por qué.

            Con toda la solemnidad del nocturno ritual, llegó mi turno. Trémulo, acepté el largo cucharón, lo introduje en el elixir ardiente y, subiéndolo, escancié al fondo su contenido quedando alucinado de la columna de fuego tricolor. Luego, me serví otra tacita. Nunca había probado nada igual. La suma misteriosa de su destilación por alambique, más la magia de la queimada, daban como resultado un néctar que de haberlo probado los dioses del Olimpo, se hubieran metido por el culo su Ambrosía, pensé.

            Trataron de encender las luces de nuevo y éstas se negaron a lucir. Después de varios intentos, los dueños decidieron acompañarnos a nuestras habitaciones alumbrándonos con linternas. Al ascender por la escalera de madera, nuestras figuras bailaban entrelazadas en una danza espectral. Introduje la llave en la cerradura, que me obsequió con un gemido, y entré rápido en mi habitación sin dar las buenas noches a mi acompañante. Sus pasos se fueron alejando acompañados de los quejumbrosos sonidos que arrancaba al piso de madera.

            La luna, en plenilunio, iluminaba esplendorosamente la estancia a través del balcón completamente abierto. Cerré la llave por dentro. Me despojé de la camisa y apoyado en la forja del balcón me extasié en la contemplación del cielo donde las sombras perseguían inútilmente a la luz que producían el efecto de flotar en una masa nebulosa, en un tenebroso abismo sin fin. La noche se había sumido en absoluto silencio. No se percibía la brisa, y el aire quieto me ahogaba. Ávido de oxígeno, mi corazón palpitaba con un ritmo inusitado y, dado el silencio reinante, escuchaba aterrado mis propios latidos. Cerré los postigos del balcón, me desnudé con lentitud y me introduje en la cama. Entorné los párpados tratando de conciliar el sueño, pero mi mente se negaba a colaborar. ¡Cada vez estaba más excitado sin saber por qué¡. Recurrí a todas las técnicas ensayadas durante mi vida, pero todo resultó inútil. En su delirio, mi pensamiento saltaba incontrolado. Tal era la oscuridad que cerrar o abrir los párpados, no ofrecía diferencia. De pronto, percibí una mezcla de aromas silvestres. El tomillo, romero, hierbabuena y laurel, destacaban. Esto me produjo un extraño escalofrío. Cada minuto me parecía un siglo. El reloj parecía haberse parado y la aurora no llegaba nunca. Escuché el gemido del viento, ¡pero, si seguía la calma absoluta¡. Presté atención, y el viento inmóvil gemía, y pugnaba por penetrar a través de las grietas de mi balcón. Su quejido nacía lejano, leve, apenas perceptible y crecía estrellándose en el belvedere. No se había apagado en el vacío el primer sollozo, cuando otro nuevo se solapaba, crecía y variaba como el arpegio de un desafinado y viejo órgano de iglesia. Totalmente vencida mi razón, ya no luchaba por explicarse lo inexplicable y el miedo dejó paso al terror.

En el mundo silencioso de la larga noche, escuché un nuevo y sórdido sonido: el crujir de las tablas del piso, herido por pisadas que se alejaban desde mi puerta perdiéndose, lentamente, por el corredor. Volví a sentir la angustia del terror que recorrió fuertemente mi espina dorsal al tiempo que sentía que se erizaban los cabellos. Presentía la presencia de algo incorpóreo en la habitación, y el delicado perfume anterior acarició mi frente como un dulce aliento. Pasado ese instante, me asaltó nuevamente el terror cuando sentí el contacto suave y vaporoso de un pañuelo que, impregnado de delicadas fragancias, se deslizaba sobre mi rostro. Me encontraba al borde de la locura y, paralizado, no era capaz de gritar. Fue el subconsciente quien me dictó el consuelo de refugiarme en el lecho contiguo, que ocupaba mi esposa, a la que hasta ahora había ignorado. Temblando, como si fuera un furtivo, me pasé a su cama sintiendo vergüenza de mi falta de hombría que necesitaba su compañía. Me deslicé bajo sus sábanas y volviéndose, me abrazó sin decir palabra. Yo a mi vez, experimenté una inexplicable felicidad. El horror se disipó como por encanto.




La opresiva desazón y mi sueño, tuvieron su fin cuando un atrevido y desvergonzado rayo de sol irrumpió en la habitación. Extendí el brazo palpando el lecho que aún mantenía el calor del cuerpo de mi esposa, que ya lo había abandonado. Aún adormilado, me estiré y desperecé sonriente y feliz. En ese preciso instante quedé en suspenso con los brazos en el aire y no pude reprimir gritar: ¡Coño, si estoy en el Meliá de Torremolinos y soy soltero¡.






10 comentarios:

juancar347 dijo...

Yo creo que antes de la queimada, tendrías que haber acudido a un esconxuradero, para que ahumándote como a los salmones, hubiera alejado a esos duendes traviesos que tan hábiles son manejando una ganzúa frente a la que ninguna cerradura es capaz de resistirse, ni siquiera aquélla que, con mayor o menor empeño, cargamos de cadenas para dejar inviolable la puerta de la imaginación. Yo recuerdo una situación similar, con la diferencia de que, aún sugestionado por el poder del conjuro y el hechizo de las llamas, los fantasmas que me acompañan incluso cuando estoy despierto, se alejaron espantados, dejándome a solas en una espiral giratoria sin parangón, por la que hubieran sentido verdadera envidia los astronautas que se preparan en las instalaciones de la NASA. Torpe y con la mente aún contando estrellas de colores,salí de La Galana, no obstante agradecido, porque aunque la bebida sagrada no me hubiera convertido ni en sagrado ni en guerrero, su destile, paladeo, conjuro y compañía, me hizo pasar, qué duda, unos momentos realmente inolvidables.
Gracias por recordármelo y un abrazo

Alkaest dijo...

¡Haberlas haylas...!
A cada cual, el orujo casero le acomoda las neuronas de una manera distinta. A unos les traiciona el "subconsciente", a otros les alegra el "inconsciente"...
Servidor, también presente en la "mágica" ceremonia bruxeril, no tuvo la menor pesadilla. Al contrario, servidor durmió como un perfecto ceporro -si es que la perfección existe-.
Pudo ser efecto de los alcohólicos chupitos, de la "magia", de la amigable y dicharachera compañía, o de todo junto.
Quizá también, por haber conseguido arrastrar a "Don Exquisito Malvís" hasta este rústico alojamiento y sus amables "mesoneros", lejos de "Paradores Nacionales" con precios irracionales, en los que, para colmo y espanto de paladares cultivados, ni siquiera tienen un "Licor del Simio" que llevarse a los labios...
¡Ah, que descansada vida, la del que huye de la hostelería para ricos, y sigue la escondida senda de la queimada, en rustico alojamiento con sus amigos...!

Salud y fraternidad.

Baruk dijo...

El fenómeno de la bilocación es muy curioso. Poder gozar de la tranquilidad de un buen hotel en Torremolinos y al mismo tiempo participar en una ceremonia mágico-tenebrosa en un rústico y enigmático lugar, no lo puede contar cualquiera. Sólo alguien a quién se le ha dado ciertas concesiones taumaturgicas, porque, estar casado y soltero al mismo tiempo ...no veas!

pallaferro dijo...

Recuerdo que, tras esa queimada, nos convertimos en zahoríes y pude observar ese fenómeno de cómo se le cruzaban –a algunos- sus varillas…


Pero estate tranquilo, Malvis, que –como bien nos cuentas- de pesadillas… hay muchas!

Y si algo bueno tienen todas las pesadillas es su sufijo diminutivo: hace que, con el tiempo, se van recordando cada vez más pequeñas hasta olvidarlas.

Un abrazo de camello,

KALMA dijo...

¡Te quejaras de casita! Hasta camarero tenía que a las veces hacía de mago o de zahorí y sí tuvo que haber algo de magia porque creo recordar estar en la otra punta del mapa y ¡Vi la llama!
Y es que en el fondo no hay nada como compartir techo, mantel y vino para ensalzar las amistades
Un beso!

Ray dijo...

Lo bueno, literariamente hablando, de no haber participado en aquella reunión, es que he disfrutado hasta el final del "suspense" en el relato. La descripción de la casa rural, que me recordaba a alguna otra en la que he estado, ha sido el anzuelo. Luego el ritual del conxuro, acontecimiento que tengo que "sufrir" más que otra cosa cada Navidades en mi centro de trabajo, y que sin duda me gustaría trascurriese de la forma que has contado, a pesar de las consecuencias. Solo cuando he te he visto tan "aterrado", he empezado a dudar...:-)

En cuanto al tema de los grandes hoteles, aparentemente más fríos y poco proclives al misterio, debo romper una lanza a su favor, y no precisamente por ser rico, sino porque tengo la mala costumbre de llevarme la imaginación a cualquier parte, y con esa buena compañera, manteniéndola contenta, siempre es posible dar con fantasmas, puertas secretas o camareros asesinos...

En fin, que muchas gracias, Malvís, por hacerme "participar contigo de esta queimada".

Anónimo dijo...

Buen relato... Interesante hasta el fina.

Mara dijo...

Me dolió este relato, Malvís. Fue cruel.

Juan Carlos Moreno dijo...

Muy buen relato, esperaba que las brujas te secuestraran o algo por el estilo o aparecer perdido en el bosque encantado 😉.

Juan Carlos Moreno dijo...

Muy buen relato, esperaba que las brujas te secuestraran o algo por el estilo o aparecer perdido en el bosque encantado 😉.


Publicación 2006
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