Recuerdo mis tardes de domingo en Mágina
porque siempre las asocio con el cine de Hilario. Superada la Plaza de José
Antonio, donde los adultos proseguían su "ligailla" en el bar de los
Rubios, teníamos que ascender sesenta escaleras hasta llegar a la empinada
cuesta donde, a la derecha, se encontraba la entrada del cine de Hilario. Era
una nave rectangular cementada, con techo de uralita agujereada, sin salida de
emergencia ni medida alguna de seguridad, donde la pared del fondo estaba
revocada con yeso para su función como pantalla. En el interior había sillas de
madera plegables y al fondo una serie de escaleras de cemento que hacían de
gradas de "gallinero,pero que no eran sino el acceso al cuarto de
proyección.
En invierno los mayores iban
provistos de paraguas para evitar las goteras y mi tía Carmen, la maestra y
esposa del médico, don Gonzalo, se hacía acompañar de dos alumnas pelotas que
le llevaban un brasero. Algunos se llevaban la cena y hasta el cántaro de agua
por si les apretaba la sed y se les secaba la garganta mientras acompañaban las
canciones del "Pequeño Ruiseñor" o de Antonio Molina.
Era todo un acontecimiento cuando se
proyectaban aquellas películas del Oeste llenas de forajidos y deudas
pendientes en las que siempre ganaban los buenos. La chiquillería se
identificada tanto con sus protagonistas que, en un exceso de excitación,
acababan convirtiendo las filas en una batalla campal (¡toma, toma..!), provocando que Hilario tuviera que abandonar la
sala de proyección, vara de almendro en mano, para poner orden , cosa que
también hacía cuando se presentía el beso del galán y su amada porque sus
labios se acercaban hasta el corte de la censura, pero que llegaba tarde al
prendido fuego de los espectadores exaltados que ya adivinaban el final. Más
palos de Hilario con la vara larga de almendro y una advertencia: " Ya no os dejo entrar más!".
Y que conste que entrar en el cine
de Hilario costaba dos reales de aquellos que tenían un redondel en medio y que
algunos coleccionaban para ponerlos repujados en el cinturón y, además, era todo un lujo en un pueblo de mil
setecientas almas que no tenía Cuartel de Guardia Civil y tan solo un policía
municipal, el buenazo de Joaquín, quien por agradar hasta se pasaba todas las
mañanas haciendo que vigilaba en los Grupos Escolares para atravesar bajo el
ojo del puente ,donde sabía que lo esperábamos para mearnos sobre su gorra de
plato, pero era un lujo que nos igualaba a Torres y a Jimena, que también
tenían cine.
Los jueves Hilario era un puro
nervio. Esperaba con impaciencia en la Era Nueva a que "la Chata" de
los Pacomigueles - que era como se conocía al bus que efectuaba el trayecto
diario de Albanchez a Jaén- trajera los rollos de película. Si llegaba, lo
anunciaba el sábado con título y hora Eufrasio el pregonero, que antecedía su
canto con toque de trompetilla por cada una de las esquinas y, llegado el
ansiado momento, el domingo por la tarde, soñar era posible. Era el cine, el
cine de Hilario. Aunque el sueño, para no llegar nunca a ser pesadilla, se
interrumpía bruscamente con el cambio de rollo, para lo que se hacía un largo
descanso en el que las sillas y los ánimos se recomponían, se comían pipas y
las alumnas de mi tía Carmen avivaban y renovaban las ascuas de su brasero, ...
¡que para eso era Doña Carmen, la maestra!.
El resto de la semana seguía siendo
rutinario: desayuno, escuela, recreo con leche en polvo y queso americano,
guerrillas, bolas y cibilicerra en el tranco. Alguna borrachera de Hilario que
provocaba alboroto y tuvo que ser reprendida por el alcalde, su gran amigo, con
alguna que otra noche de calabozo y.... tiempo para soñar la próxima película.
Después todo se complicó. Nos
hicimos maduros, dejamos de soñar y dejamos de creer en las historias de
vaqueros o romanos donde siempre ganaban los buenos. La ciencia ficción terminó
robándonos nuestra sencilla realidad. Hilario cerró el cine, compró una máquina
"comepiedras" y un camión con volquete. Consiguió del alcalde una
concesión para triturar la montaña de la Serrezuela que soporta el castillo y
se dedicó a vender gravilla con la que asfaltar la carretera que nos unía a
Jimena. Había llegado el Progreso, pero perdimos nuestros Sueños.
3 comentarios:
Inoculado, o no, por el virus del progreso, continúa siendo un pueblo de cine.
Y recuerda que, lo que para uno es un montón molestas piedrecillas sin valor, para otro puede ser una gravilla con una magnífica oportunidad de negocio.
Un fuerte abrazo, de cerrillo costalo.
Un entrañable cine el de Hilario. Recuerdos del celuloide de tu vida, que si bien en aquel entonces estabas en el NODO, hoy estás en plena película...y de esas que siempre ganan los buenos. Besines de cerrillo costalo
Estos relatos siempre producen en mi el mismo efecto, me transportan al pasado y me parece estar viendo a Doña Carmen, Cecilia la Montesino y a mi madre con el brasero entre las piernas y en la pantalla a Juanita Reina en Lola la Piconera. ¡Hace sesenta años!, que se dice pronto.
El fin de semana pasado estuve en el pueblo, ya sabes, San Francisco de Paula, reunión de la Hermandad y preparación de la Fiesta del mes que viene; elección de la banda que acompañará en la procesión y repaso de cuentas. De paso, misa y comida con la Asociación de Jubilados.
Es curioso, pero el parte de bajas, al que antes no hacía caso, ahora me llama mucho la atención; será porque ya nos vamos acercando, los nombres van siendo muy familiares tratando de recordar si iba a la escuela de don Manuel o de don Francisco. Te quedas como con cara de alelado mientras piensas; ¿pero ya nos va a tocar?, si hace nada estábamos tirados sobre el pellejo de borrego en el zaguán de tu casa tonteando mientras Isabelita se reía en su silla de las bobadas que hacíamos. Que rápido pasa todo.
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