A veces pienso que nunca llegué a conocer bien a mi padre. Como cualquier adolescente estaba más preocupado por crecer y hacerme mayor que de comprender sus consejos, su forma de ser y comportarse, o de entender los motivos de sus decisiones. Sin embargo, lo que si recuerdo es la admiración y respeto que él sentía por aquel hombre, Andrés, a quien con frecuencia ponía de ejemplo. Siempre contaba de él la misma historia. En su juventud había sido el primer muchacho del pueblo a quien sus padres regalaron una escopeta de aire comprimido. Era el ídolo y atracción de toda la chiquillería, que porfiaban para que les prestara aquel artilugio que disparaba plomos con forma de diábolo o reloj de arena, con los que alcanzaba a mucha distancia a los pájaros inaccesibles a los tirachinas. En una de esas algarabías de disputa multitudinaria por ser el adjudicatario de tan preciado préstamo a Andrés se le disparó el plomo de la carabina, con la mala fortuna que vació el ojo derecho de Fuensanta, la hija del panadero, quien, a pesar de salvar la vida, quedó tuerta. Andrés, que por entonces tendría dieciséis años, prometió que, en reparación de su culpa, se casaría con ella. Llegado el momento, aunque su familia había abandonado el pueblo, Andrés volvió y cumplió su promesa. Él era un hombre de palabra.
Un día, cuando yo tenía dieciséis años, Andrés apareció por el hotel donde yo trabajaba como botones desde los catorce. La repentina muerte de mi padre y la escasez de la pensión de viudedad de mi madre, habían sido factores decisivos para mi temprana incorporación al mundo laboral y, no pudiendo abandonar la casa ni a mi madre, aquel hotelito de las afueras del pueblo me pareció una buena opción.
Andrés llegó sólo y, a diferencia del resto de los huéspedes, no traía más equipaje que una mochila. Vestía ropa de cazador y llevaba una flamante y reluciente escopeta vacía de munición doblada en forma de V invertida colgada de su hombro izquierdo. Se registró en el hotel y yo le seguí camino de su habitación intentando ayudarle con la mochila. Me pasó su brazo libre por encima de los hombros y me pidió detalles del pueblo, de algunos vecinos, sobre si aún vivían o no, sobre la última cosecha de almendras o el veneno que había matado al quebrantahuesos aparecido en el Coto de los Hurones, en el Caño del Aguadero. Tuve la sensación que era él quien me acompañaba aunque fuese yo el que abrió la habitación y le mostré la estancia. Después de abrir las dos hojas del amplio balcón, repasó por unos instantes la fisonomía y paisaje del Aznaitín, que se veía desde allí, y me preguntó:
- ¿ Cómo te llamas?.
Un día, cuando yo tenía dieciséis años, Andrés apareció por el hotel donde yo trabajaba como botones desde los catorce. La repentina muerte de mi padre y la escasez de la pensión de viudedad de mi madre, habían sido factores decisivos para mi temprana incorporación al mundo laboral y, no pudiendo abandonar la casa ni a mi madre, aquel hotelito de las afueras del pueblo me pareció una buena opción.
Andrés llegó sólo y, a diferencia del resto de los huéspedes, no traía más equipaje que una mochila. Vestía ropa de cazador y llevaba una flamante y reluciente escopeta vacía de munición doblada en forma de V invertida colgada de su hombro izquierdo. Se registró en el hotel y yo le seguí camino de su habitación intentando ayudarle con la mochila. Me pasó su brazo libre por encima de los hombros y me pidió detalles del pueblo, de algunos vecinos, sobre si aún vivían o no, sobre la última cosecha de almendras o el veneno que había matado al quebrantahuesos aparecido en el Coto de los Hurones, en el Caño del Aguadero. Tuve la sensación que era él quien me acompañaba aunque fuese yo el que abrió la habitación y le mostré la estancia. Después de abrir las dos hojas del amplio balcón, repasó por unos instantes la fisonomía y paisaje del Aznaitín, que se veía desde allí, y me preguntó:
- ¿ Cómo te llamas?.
- Valentín-Alberto, señor. Pero todos me dicen Valentín, contesté.
- Te llamas lo mismo que a quien te pareces, Valentín. Yo me llamo Andrés, replicó
- Que tenga un buen día, don Andrés, dije tras colocar el ligero equipaje encima de la cómoda mientras me disponía a abandonar la habitación. Él, se me quedó mirando. Luego pareció recordar algo, esbozó una sonrisa y metió la mano en el bolsillo. Al tiempo que me daba unas monedas, me dijo:
- Tú llámame como quieras, pero mi nombre es Andrés, solo Andrés.
Durante su estancia entre nosotros nunca salió a cazar. Dedicaba el tiempo a dar largos paseos matinales desde Chavayanque hasta la Caldera del Tío Lobo para enjugarse la cara mojándose las manos en los "chilancones" del río y departir largas horas sobre la recolecta de plantas aromáticas que aquel huraño vecino que nunca visitaba el pueblo hacía pasar hervidas por la imponente tubería que servía de serpentín. Otras veces recorría toda la falda del Aznatín e iba hasta Cuadros, y desde allí subía a la Fuente del Espino, en pleno corazón de Sierra Mágina. Por las tardes le gustaba el Salón del Santo, desde cuyos grandes ventanales se divisaba un mar de olivares, al mismo tiempo que mareaba el periódico o subrayaba el libro que estaba leyendo, hasta que al atardecer, comenzaba su paseo entre los pinos hasta la hora de su frugal cena.
Era precisamente esa hora del atardecer la que yo más esperaba. Liberado de mis obligaciones por el escaso trajín de huéspedes, aguardaba en la puerta a que Andrés iniciara su paseo por el pinar. Él, consciente de mis intenciones, me buscaba con la mirada y movía la cabeza hacia un lado. Era la señal. Entonces yo le seguía un poco rezagado hasta que me pasaba un brazo por los hombros y comenzaba a hablarme de la importancia de la instrucción, de que la vida es un precioso regalo y desperdiciarla el más terrible de los pecados, de la igualdad y solidaridad de los seres humanos, y de mi derecho y deber de superarme mediante el esfuerzo y la disciplina porque a todos se nos ha dado el don de poder elegir...
En uno de esos paseos me contó que a su padre, ya mayor, le había tocado el Gordo de la Lotería. También que hacía años enviudó de la mujer más bella que jamás había visto en cuantos lugares frecuentó en sus muchos viajes por el mundo y a quien más amó en su vida, y por esa razón ahora viajaba sólo y ligero de equipaje. Fue entonces cuando me atreví a cuestionar sus consejos y, armándome valor, le dije:
- Mire, don Andrés, todo eso está muy bien, pero yo creo que sólo hay dos clases de gente: los ricos como usted y los pobres como yo.
- Yo no soy ni más rico ni menos que tú, Valentín. No hace falta ser rico para tener cuanto quieras, porque la verdadera riqueza está ahí, contestó mientras con su dedo índice presionaba con fuerza sobre mi corazón.
Aquella tarde me dijo que conocía las habladurías que corrían sobre él, pero que no era ni un rico estrafalario, ni un loco, ni un beato, ni maricón, ni anarquista ni nada. Que lo que intentaba, y no sin poco esfuerzo, era llegar a ser algún día un buen hombre, aunque no sabía si lo conseguiría. Que pronto se marcharía de allí y que esperaba que yo también lo hiciera, porque a pesar de que aquél fuese nuestro pueblo, la vida me esperaba al otro lado. Cuando le pregunté por qué llevaba siempre aquella escopeta tan reluciente colgada del hombro si quería ser un buen hombre, me contestó textualmente, "porque venía con el traje".
Se marchó cuatro días más tarde. Le acompañé hasta la curva del Barranco del Miedo, y hubiera ido con él al fin del mundo. Al despedirnos me dijo:
-Toma la mochila, Valentín. Es para ti. Es mi regalo de despedida. Creo que de tanto cargarla ya te pertenece más que a mí. Úsala siempre bien.
Vi alejarse su coche mientras me invadía un extraño sentimiento de gran aflicción, que rápidamente fue sustituido por el de la sorpresa recibida al abrir la mochila y encontrarla llena de billetes grandes.
Unos meses después de su partida quedé huérfano de madre y yo también abandoné el pueblo. No he vuelto hasta hoy, viudo y jubilado. Mis colegas y compañeros decidieron hacerme un homenaje y no se por qué motivo elegí este mismo hotelito rural donde trabajé como botones. Hoy he leído la prensa en el mismo sillón del Salón en que él se sentaba. He recorrido el mismo paseo que hacíamos juntos cada tarde y hasta he sentido su brazo rodeando mi hombro y el ligero peso de la mochila que siempre le llevaba y que cambió mi vida. Luego he visitado a Diego, el único que queda de la pandilla de entonces. Juntos hemos recordados anécdotas, travesuras y amoríos de la infancia, y me ha dicho que le contaron que aquel cliente del hotel con quien yo paseaba murió, pero que no por accidente traumático, sino de muerte natural, muy natural. Se contaba que el día en que murió no vestía su traje de cazador, sino que apareció en el casino de la Capital vestido de esmóquin, y ante la extrañeza de sus amigos de tertulia por la novedosa vestimenta, respondió diciéndoles: "No. No voy a ninguna parte. Es que voy a morirme y quiero estar vestido para la ocasión". A la mañana siguiente Beatriz, su empleada de hogar, lo encontró encima de la cama muerto. Plácidamente muerto. "Siempre cumplía lo que decía, acabó el relato Diego. Era un hombre bueno, un hombre de palabra".
A mi homenaje de jubilación han asistido muchos colegas. En sus discursos han hablado de mi reconocido prestigio internacional y de los méritos y avances logrados por la medicina gracias a mis trabajos de investigación y descubrimientos en el campo de la cardiología, pero en ninguna de sus palabras he podido encontrar respuesta a si había conseguido o no ser un hombre bueno. Por eso, cuando pasada la medianoche vino a recogerme en su coche mi nieto Andrés, mientras recorríamos el trayecto de la puerta a la entrada del hotel que flanquean los pinos, me atreví a preguntarle:
- Oye, Andrés, ¿tú crees que soy un buen hombre?.
Mi nieto, absorto en sus pensamientos, no contestó, aunque ahora que lo pienso, quizá no lo hizo no porque estuviese distraído, sino porque comprendió que la pregunta no era para él.
A mi homenaje de jubilación han asistido muchos colegas. En sus discursos han hablado de mi reconocido prestigio internacional y de los méritos y avances logrados por la medicina gracias a mis trabajos de investigación y descubrimientos en el campo de la cardiología, pero en ninguna de sus palabras he podido encontrar respuesta a si había conseguido o no ser un hombre bueno. Por eso, cuando pasada la medianoche vino a recogerme en su coche mi nieto Andrés, mientras recorríamos el trayecto de la puerta a la entrada del hotel que flanquean los pinos, me atreví a preguntarle:
- Oye, Andrés, ¿tú crees que soy un buen hombre?.
Mi nieto, absorto en sus pensamientos, no contestó, aunque ahora que lo pienso, quizá no lo hizo no porque estuviese distraído, sino porque comprendió que la pregunta no era para él.
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