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sábado, 18 de octubre de 2008

La Tierra sin Piedad

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Tal vez porque la vida en el campo no era fácil para la gente de la posguerra, o tal vez porque el carácter de esas gentes de la meseta central viene dominado por tozudos genes, que Ernesto Rodríguez, ya de chaval, no había quien lo dominara. O dominase.

En las mañanas frías de invierno, su padre se marchaba a trabajar con el tercer canto del gallo. Nada que ver con San Pedro que negó tres veces conocer a Jesús antes que cantase, o cantara, el gallo. Pero las tradiciones pesaban, o los genes, pues hacía ya muchas generaciones que el primer canto del gallo era el despertador familiar, el segundo era de aviso que llegaría el tercero y, al tercer quiquiriquí el cabeza de familia debía partir en busca del sustento familiar. Con más razón entonces, en época de escasez y pobreza, no estaba el tema como para ir rompiendo las tradiciones, sino para ir a recolectar la resina de los pinares, la madera de los sabinares o lo que se terciaba.

Ernesto también madrugaba a diario. Su madre acostumbraba a darle para desayunar pan migado y la mitad de la leche que les daba la cabra. Luego partía a pie hacia el colegio del pueblo vecino. En menos de tres cuartos de hora se podía llegar, o menos aún para Ernesto ya que le gustaba atajar tiempo y camino cruzando los campos y el riachuelo que marcó el límite fronterizo, hacía ya unos años, entre los unos y los otros. Que ahora, tras esa incivil guerra, todos eran los mismos, o al menos así lo decía el Gobernador.

Ernesto andaba campo a través, pisando su tierra natal, unas veces labrada, otras en barbecho, unas veces embarrada, otras resquebrajada, unas veces de calor radiante, otras de helado rocío... Sin apenas darse cuenta Ernesto ya aprendía antes de llegar al colegio. Y también en la vuelta a casa, momentos en que podía observar los animales de su entorno, unos salvajes como los corzos, las liebres o los buitres, y otros de corral como los de la venta cercana al apeadero del tren. Ernesto, con apenas algo más de una década de vida, tenía una gran riqueza interior. Sus días estaban llenos de experiencias, de vivencias, de contacto con su tierra, su gente, su flora y su fauna.

Tras la llegada de tiempos de paz, había sido necesario reconstruir el país y, a la par, educar al pueblo. Se trataba de crear empleo en obra pública, como la construcción de la red ferroviaria o de las escuelas nacionales, para promover la circulación económica de la nueva moneda en las familias que lo habían perdido todo – parientes incluidos- y también se trataba de dar un nivel cultural medio, por no decir mediocre, al vulgo, para mantenerlos alineados bajo unos valores y modales que evitaran, o evitasen, la rebelión en contra del régimen. Toda una estrategia maquiavélica que, además, entre otras muchas, estaba aliñada con temas como el fútbol que, a modo de “opio de la sociedad”, servía para distraer el foco de atención y de preocupación del pueblo llano.

La escuela

Ernesto tenía la suerte de ir a esa escuela, a pesar que algunos días no podía asistir porque debía ayudar a su padre en el trabajo. No obstante su padre procuraba por todos los medios que Ernesto fuera, o fuese, al colegio. Hacía ya un par de años que esa escuela nacional era de nueva construcción, la inauguración salió en el Nodo de los cines de las principales capitales y era mixta, cosa que se vendió como un hecho vanguardista. Pero mixta sólo en apariencia puesto que aplicaban el lema de “juntos pero no revueltos”. El Arquitecto tuvo que construir, por orden del Gobernador, dos alas independientes en el edificio para albergar a los niños en unas aulas y a las niñas en otras bien distantes. Bajo un mismo techo, puertas cerradas con llave separaban las zonas de cada sexo. Sólo los profesores tenían libre acceso a todo el colegio, sin embargo era ampliamente sabido que si un niño se adentraba en la zona de las niñas, o viceversa, pesaba el castigo de encerrarlo en el cuarto de las ratas. Nunca nadie había regresado de ese cuarto, aunque tampoco ningún alumno del colegio recordaba haber ido a tal lúgubre lugar. Con la amenaza era suficiente, puesto que con los castigos habituales de los golpes de regla en los dedos o ponerse de rodillas con los brazos en cruz y con un libro en cada mano, bastaba para tener a (casi) todos a raya.

El patio del colegio fue el mejor espacio para el flirteo. A pesar que el Gobernador dictó al Director de la escuela establecer horarios distintos de recreo, éstos acabaron siendo consecutivos y, los maestros de las niñas que, por cortesía y deferencia, eran las primeras en acceder al recreo, solían alargar con algún cigarrillo más y dejando solapar su tiempo con la salida en estampida de los niños al patio. Esta intencionada tolerancia era limitada a breves minutos. Momentos en que Ernesto, igual que la gran mayoría de los niños, desarrollaban a marchas forzadas sus habilidades conquistadoras. También eran minutos que usaban las niñas para poner a prueba sus nuevas artes de coqueteo. Y entre esas niñas estaba Piedad, la hija del Farmacéutico, que destacaba por su temprana madurez, tanto en lo físico como en lo mental.

Ernesto había descubierto las niñas y, entre las niñas, había descubierto a Piedad. Llevaba unos meses que aparecía en su mente, cada vez más a menudo, hasta que se dio cuenta que estaba colado por ella. A partir de ese momento, a pesar de la corta edad de Ernesto, su vida empezó a cobrar sentido, aunque también le empezó a cambiar el sentido de su vida en más de una dirección.

Como todo lo prohibido es tentación para el hombre, los compañeros de la clase incitaron a Ernesto a entrar en la zona de las niñas. Ernesto quería mostrar su hombría y valentía, sobretodo ante Piedad, por lo que aceptó el reto. Cogió la llave maestra que sabía que su profesor guardaba habitualmente colgada de un clavo en el fondo del cajón de su mesa, se dirigió al final del pasillo del piso superior donde había una de las puertas fronterizas y... traspasó el umbral para adentrarse en el mundo prohibido de las niñas. Ernesto estaba nervioso, aunque su paso era decidido, sus amigos lo observaban sonrientes desde lejos, en zona segura. Aunque su aventura le duró poco, ya que justo doblar el pasillo para bajar las escaleras que conducían a las clases de las niñas, tropezó con su propia torpeza y bajó rodando las escaleras rompiendo el silencio negro terciopelo que se respiraba en el lado oeste de la escuela hasta aparecer justo a los pies del Señor Director y, con el empuje del descenso, arrolló a éste quedando abrazados en medio del vestíbulo del pabellón femenino. Justo entonces fue cuando asomaron por las puertas de las clases las maestras y las niñas, viendo en posición ridícula al Señor Director y descubriendo a Ernesto, un niño, en zona de niñas.

Mientras el Señor Director cogía por la oreja a Ernesto y se lo llevaba gritando “!Rodríguez, ahora mismo va usted al cuarto de las ratas!”, Ernesto dirigió su mirada hacia Piedad y ella lo correspondió con una sonrisa complaciente, aunque Piedad se ruborizó por su timidez y desvió pronto la mirada hacia el suelo en un amago de disimulo.

Tras recibir unos azotes y zarandeos, el Señor Director lanzó a Ernesto al fondo de la sala de castigos, cerrando de un portazo mientras voceaba “!Aquí le van a comer las ratas, así que prepárese, Rodríguez¡”. Ernesto pensó que había entrado en la zona de las niñas como un elefante en una cacharrería, aunque le había merecido la pena del anunciado castigo porque Piedad se había enterado de su hazaña. No obstante ahora se sentía dolido y molido, y encima atemorizado por estar en un cuarto oscuro, encerrado, y esperando que aparecieran los asquerosos roedores a devorarlo.

Fue entonces cuando descubrió que el lugar olía de una manera especial. Le recordó la ración del vaso de leche que, cada día antes de salir al recreo, les daban a todos alumnos por orden del Gobernador con el fin de garantizar la nutrición de la población infantil de la posguerra. Con el paso de los minutos, los ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad y pronto comprobó que el cuarto de las ratas no era más que la despensa donde se guardaban apilados los sacos de la leche en polvo. El cáñamo de los sacos estaba roído por muchos lugares y se había derramado bastante polvo por el suelo. Ernesto pensó que posiblemente fuera obra de las ratas y que por este motivo el cuarto hubiera, o hubiese, recibido este nombre. Pero esto también tranquilizó a Ernesto porque pensó que las ratas ya estaban suficientemente bien alimentadas como para pretender comérselo a él. Acto seguido, Ernesto se auto sugirió la idea de probar el polvo, primero se chupó el dedo y, con el dedo humedecido, captó algunos gránulos de leche y se los puso en la boca. El gusto de leche le sorprendió: “Es más suave que la de nuestra cabra, pero mucho más intensa que el vaso que nos dan cada día a media mañana” y pensó que todo era cuestión de la cantidad de agua que bautizaba la leche. Entonces, cogió un puñado ayudado con las dos manos y se lo zampó de un golpe dentro de la boca. En pocos segundos, empezó a encontrarse la boca llena de leche, con los gránulos que se le pegaban en la lengua, en el paladar, en la garganta, en los dientes, en los labios, ... allá donde había algo de humedad en su cavidad bucal se apelmazaba todo un vaso de leche concentrada. Ernesto se asustó y escupió todo lo que pudo. Necesitaba agua para salir de ese apuro, pero estaba encerrado y castigado, así que se tuvo que ir tragando lentamente ese polvo grumoso mientras pensaba en la mirada sonrojada que le había dedicado Piedad cuando el Señor Director se lo llevaba tirándole de la oreja. Había valido la pena, y encima había recibido recompensa.

Desde aquel día, todas las tonterías, monerías, burradas y gamberradas del colegio eran hechas por Ernesto. Los viajes al cuarto de las ratas eran prácticamente diarios, Ernesto había aprendido a tomar dosificado el polvo de leche. Con este aporte de nutrición, su cuerpo y su mente crecían a un ritmo superior a la media nacional que, como ésta era una media baja, en realidad él estaba por la media media.

Cuando, pasados un par de años, Ernesto tuvo que dejar la escuela para ayudar a su padre, había florecido ya un joven e ingenuo amor entre él y Piedad. La escuela había aportado el matraz a la química de su amor. No obstante, el padre de Piedad no aceptaba que la hija del Farmacéutico pudiera establecer relación alguna con el hijo de un humilde recolector de resina. La madre de Piedad estaba sometida a la represión del cabeza de familia. No tenía opinión propia visible aunque, en el fondo, lo aceptaba; como aceptaba resignada todo lo que le imponía el Farmacéutico. Así que Ernesto recibía los consejos del cura – que era el mismo en todos los pueblos de esa diócesis - y Piedad recibía los consejos del cura y de su padre para que abandonaran, o abandonasen, su joven amistad. Pero estas presiones causaban en ellos el efecto contrario. Las adversidades les hacían unir sus corazones cada día un poco más.

Tuvieron que pasar unos cuantos años guardando obligadas distancias. No sólo por pertenecer a dos pueblos separados por campos y un riachuelo, sino porque por una parte el trabajo de Ernesto, junto con su padre, no respetaba los festivos si querían algo más que el plato de legumbres en las comidas o algo más que una sopa castellana en las cenas. Por otra parte porque Piedad tuvo la oportunidad de asistir a diario a la escuela unos años más aprendiendo quehaceres, reservadas sólo para las mujercitas, como cocinar, coser y lavar; aprendiendo a escribir con plumilla en su cuaderno hasta evitar los manchones de tinta y las faltas de ortografía, y trabajando el catecismo para convertirse en una recatada “católica, apostólica y romana” que permitiera, o permitiese, asistir junto con sus padres a la misa de las doce los domingos y fiestas de guardar luciendo el mejor vestido, limpio y planchado.



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Las fiestas

Y llegó el verano que Ernesto alcanzó la mayoría de edad civil, aunque la mayoría física y mental ya la había alcanzado bastante tiempo atrás. Ese verano Ernesto se propuso asistir a las fiestas del pueblo de Piedad y, en el baile que se celebraría la noche del sábado, sacar a bailar a Piedad ante las miradas de todos y declararle su amor. Era su apuesta, su reto, su tozudez. Decidió que o la conquistaba de una vez por todas, o marcharía a la capital en busca de una nueva vida.

Estas fiestas eran esperadas con impaciencia por los habitantes los pueblos del entorno. Hasta venían los familiares emigrados a ciudades lejanas para celebrarlas. Tal vez porque las peñas que se organizaban competían en el concurso de zurracapote para ver quien hacía la mejor bebida refrescante a base de vino, limón y azúcar; tal vez porque los tradicionales juegos de cucaña provocaban la afluencia de niños y jóvenes afanosos de recibir un buen chapuzón; o tal vez porque su Alcalde conseguía, desde su nombramiento oficial por parte del Gobernador, traer a la pista de baile la Banda del Ejército para tocar el repertorio seleccionado de músicas bailables. Por un motivo u otro, todo el mundo veía las fiestas como el final de un túnel, un punto y aparte en las tareas del campo, en el trabajo en las fábricas de la capital, o en el curso escolar. Unos días de permitido desenfreno de la vida de represión y duro trabajo que, aunque unos más que otros, todos llevaban.

Ernesto se había hecho miembro de la peña de Los Celtas desde hacía unos meses, esto le permitió participar, el primer día de las fiestas, en el intercambio de vasos de “limonada” con otras peñas. Eso animó a Ernesto. Los primeros vasos de zurracapote le entonaban alegría y compartía bromas con otras peñas, pero hacia el mediodía, bajo el sol de las canículas, los nuevos vasos de refresco se fueron convirtiendo en veneno hasta coger una buena chuza. Ernesto se dio cuenta que perdía el equilibrio, fue zigzagueando por la calle Mayor hasta llegar a los soportales de la plaza donde, tras escoger el primer rincón que vio, se desplomó allí mismo y se quedó dormido, por decirlo de alguna manera.

Horas más tarde, cuando despertó, tenía la cabeza bajo una presión de tambor. Todavía se encontraba bajo los efectos del alcohol, pero se creyó capaz de ponerse en pie y dirigirse a la multitud del centro de la plaza. Estaban haciendo un juego de cucaña que consistía en meter un palo en un agujero mientras se bajaba por una rampa sentado en un carro de cojinetes. Los que no conseguían tal propósito recibían el chapuzón automático de un cubo de agua convenientemente llenado por el Alguacil. Allí fue cuando Ernesto, en medio de las risas del coro que animaban a los participantes, se dio cuenta que estaba también Piedad, alegre, sonriente y acompañada de unas amigas que también reconoció de sus pocos años pasados en la escuela. Ernesto se decidió a participar en el juego para captar la atención de su amada. Pero, al emprender el descenso sobre el carrito, el palo se le trabó en un saliente de la rampa con tan mala fortuna que el otro extremo le atestó un punzante golpe en la cara que casi le rompe una muela y, como era de suponer, al llegar al final del corto recorrido, no acertó poner el palo en el agujero de la tabla por lo que obtuvo de premio una repentina ducha que lo dejó empapado. A pesar de todo, Ernesto pensó que estaba de suerte, la bofetada recibida y el cubo de agua fría lo habían reanimado un poco de su resaca y, cuando desvió la mirada hacia Piedad mientras se levantaba chorreando del carrito, observó que ella lo saludaba con un movimiento de cabeza y con una mirada sonriente que le llenó el corazón. Como si se tratase de un acto reflejo, Ernesto le lanzó un beso al aire. Un instante después él se arrepintió de su reacción de muestra de afecto, aunque ella recibió con emoción tal atrevimiento realizado por Ernesto ante las miradas de todo el pueblo. Sin duda, entre ellos se había catalizado la química del amor.

Ernesto volvió a casa, durmió de nuevo durante un par de horas, se lavó y se puso el traje que su padre usaba en los eventos especiales y tomó el café bien cargado, de aroma y cariño, que su madre le había preparado. Hacia el anochecer, emprendía de nuevo, ya sobrio, el viaje hacia el baile. Esta vez, para no ensuciarse, siguió el camino carretero en lugar de cruzar los campos y el riachuelo. Tenía la impresión que esa noche pillaría a Piedad. Aunque en realidad era Piedad la que estaba segura que esa noche pillaría a Ernesto.

Cuando Ernesto atravesaba la plaza de la picota, que marcaba la entrada al pueblo como recordando a los visitantes que las fuerzas de la ley hacían justicia en ese lugar, empezaron a sonar los primeros acordes de la Banda del Ejército. Ernesto observó cómo un hormigueo de gente salía de todas partes y se dirigía, con vestidos engalanados, hacia la plaza Mayor. Él se sumó al río humano hasta desembocar en una plaza repleta de gente. Nunca antes Ernesto había visto tanta gente junta. “Pero, entre tanta gente, ¿Cómo encontraré a Piedad?”, se preguntó mientras, de puntillas, oteaba por encima de las cabezas de la multitud.

Pero Piedad también lo buscaba a él y, como el toro a lidiar, sabía por qué puerta entraría a la plaza. Así que Piedad sólo tuvo que dejarse encontrar poniéndose casualmente ante el radar visual de Ernesto. Con dos caras de sorpresa, de “!Ostras!, ¿Tú por aquí?, ¡Qué casualidad!” se saludaron ambos enamorados, aunque ambos sabían perfectamente que los dos se estaban buscando.

Ernesto y Piedad entablaron conversación, recordaron los tiempos de escuela, flirtearon entre risas, miradas y roces, bailaron algunos pasos dobles, intentaron algún movimiento con las jotas, y rieron. Rieron con la complicidad de dos enamorados.

Cuando se acercaba el final del baile, Ernesto y Piedad decidieron retirarse hacia el mirador del pueblo. La música en susurro rompía la oscuridad de la noche de tímida luna creciente. Y fue allí, bajo un manto de estrellas como testigo, que Ernesto declaró su amor a Piedad. Y ella lo aceptó correspondiéndolo. Los corazones de ambos latían saliendo del pecho hasta que se abrazaron y se fundieron en un dulce beso. La química de su amor había llegado a la fase de levitación.

Esos segundos de éxtasis se rompieron de pronto por el estrepitoso ruido de una escopeta. Piedad y Ernesto, sobresaltados, reconocieron pronto, por los gritos que oían procedentes de la silueta negra, que quien se les acercaba a paso rápido en la oscuridad era el padre de Piedad. Ernesto se puso delante de Piedad para encararse al Farmacéutico y explicarle sus honestos deseos e intenciones para con su hija, pero el padre de Piedad estaba fuera de sí, lanzaba ira y enojo por todos los sentidos, amenazó de muerte a Ernesto si lo volvía a ver a menos de diez pasos de su hija y se llevó a Piedad cogiéndola con fuerza por el brazo y arrastrándola hacia el pueblo. Piedad iba sollozando “!Por favor, Padre!, ¡No!, ¡Déjeme querer a Ernesto!”. Pero todo fue inútil. Ernesto se dio la vuelta como para no ver, pese a la oscuridad, ese triste espectáculo que lo desgarraba por dentro y rompió a llorar desconsoladamente. Solo y en la oscuridad física. Solo y en su oscuridad mental.

Pasó la noche en el mirador del pueblo reflexionando sobre lo ocurrido y, al final, tomó su decisión. Pasó por casa para contar lo ocurrido a sus padres y, al tercer canto del gallo, tras abrazar a su madre y estrechar la mano de su padre, Ernesto partió hacia el apeadero para coger el primer tren hacia la capital.

La capital

Emigrar a la capital era un recurso ampliamente utilizado por los campesinos en esos años de hambruna. Era una opción de búsqueda de dinero para sobrevivir que solía ser mejor que la opción de empecinarse a ganar el sustento a base de cultivar la tierra, más si éstas eran arrendadas a terratenientes. Sin embargo, la emigración de Ernesto tenía un fundamento distinto, era una huída ante una impotencia. Impotencia por no poder acceder a la hija del Farmacéutico debido a ser hijo de un humilde recolector de resina. En todas las épocas ha habido estatus sociales y, en estas épocas de crisis, las diferencias entre clases se acentúan aún más.

Pasados unos días, Ernesto había encontrado trabajo como peón de carga en una fábrica textil. Ernesto le pegaba duro al trabajo. Había aprendido de su padre lo que significaba madrugar, obedecer órdenes y sudar hasta caer el día. Seguramente la idea de ganar estatus social y económico para alcanzar la aceptación del padre de Piedad le motivaba a trabajar con ansias de prosperar. Aunque Ernesto sabía que la cosa no era fácil ni rápida.

Pasadas un par de semanas del percance en el mirador del pueblo, Piedad fue a visitar la madre de Ernesto. Se había enterado de su marcha a la capital y quería saber cosas de él, cómo se encontraba, qué hacía, cómo estaban ellos tras esa marcha repentina ocurrida, con toda seguridad, por culpa de su padre, el Farmacéutico.

La madre de Ernesto le dejó leer la carta que había recibido de su hijo, en ella le contaba donde se encontraba y que había empezado a trabajar. La madre de Ernesto apenas sabía leer y no sabía escribir, así que, con astucia de alcahueta, propuso a Piedad que le ayudara a redactar las cartas de respuesta a su hijo. De este modo se mantuvo en secreto el amor entre Ernesto y Piedad, bajo la complicidad de los padres de Ernesto y bajo el secreto guardado a los padres de Piedad. De este modo, los dos amantes mantuvieron correspondencia durante largo tiempo, manteniendo aletargada la reacción de la química de su amor.

A Ernesto le pesaban los genes de su testarudez. Pronto ascendió a carretillero, luego a mozo de almacén y no tardó un año en que lo hicieran jefe de la sección expediciones. Aunque a partir de allí, era muy difícil de prosperar ya que carecía de estudios y de padrinos. Las cartas de recomendación eran ajenas a su entorno social y Ernesto observaba que el entorno estaba lleno de recomendaciones, de ascensos injustos. Los amigos conocidos del Gobernador contaban con prioridad de designación en los cargos de mando de las industrias de la capital. Los que aparentemente eran los dueños de la empresa, resultaban ser propietarios del capital, más no del poder de gobernar la industria, puesto que esto era reservado a designios de los amigos del Gobernador. Finalmente, o el patrón se hacía amigo del Gobernador, o éste se veía obligado a “vender” su fábrica.

Cada sábado a última hora de la tarde, después de haber trabajado seis días de sol a sol, Ernesto subía la escalera de paso japonés hasta la oficina de la empresa donde el patrón le daba un pequeño sobre de papel marrón con su sueldo semanal, un par de billetes doblados y unas monedas. Sus ahorros aumentaban, más aún cuando Ernesto averiguó de qué manera podía incrementar su parte de destajo, a base de etiquetar las expediciones bajo una codificación por clientes. Pasado el tercer verano en la capital, Ernesto se vio capaz de invertir sus ahorros en la entrada de una vivienda en al que, tras firmar ciento veinte letras al antiguo propietario, éste le entregó las llaves del reino. Un cuarto y último piso, con vistas a la fábrica textil.

Aunque Ernesto frecuentaba el contacto a través de las epístolas con Piedad, apenas había ocasión ni vacación estival para que Ernesto pudiera, o pudiese, volver al pueblo. Sólo podía hacer un par de cortas escapadas al año, una por navidades y otra por pascua. Desde unos meses antes, los dos amantes preparaban la estrategia para encontrarse en un recóndito lugar cerca del riachuelo y lejos de las miradas de las gentes del lugar. De enterarse alguien, las noticias no tardarían en llamar a la puerta del Farmacéutico. A pesar del frío, y de la nieve en alguna ocasión, Ernesto y Piedad anhelaban los breves momentos de sus encuentros. La espera de la fecha convenida se les hacía eterna, aunque les ayudaba a superar los días y las adversidades que les deparaba la cotidianidad de sus vidas.

Piedad había empezado a trabajar de maestra en la escuela donde ellos se conocieron. Habían cambiado un poco las cosas allí: el cuarto de las ratas ya no frecuentaban las ratas, ni los sacos de leche en polvo, empezaban a utilizar el plumier con lapiceros de colores y los tiempos de recreo de los niños y las niñas se habían fundido. Aunque no las clases, que continuaban separadas bajo las directrices del ya casi anciano Señor Director. Piedad también se había hecho catequista. Los fines de semana se dedicaba a preparar a los niños para recibir la primera comunión, aparte de ayudar al cura en los asuntos del despacho parroquial redactando con suma pulcritud, de puño y letra, con plumilla y tintero, las actas de bautismo, bodas y defunciones de toda la diócesis. Se encontraba satisfecha de sus logros, eran fruto de su inteligencia y esfuerzo, aunque sabía que sin el apoyo de su padre estos cargos difícilmente les hubieran, o hubiesen, sido otorgados.

Ernesto empezaba a estar harto de las injusticias del mundo laboral, el ambiente de trabajo en la fábrica textil se había enrarecido hasta llegar a límites insospechados, donde la inmunidad de los amigos del Gobernador y los fulminantes despidos de los no-amigos del Gobernador eran cada vez más habituales. También se veía inmerso en el anonimato de la capital. Estaba solo en medio de casi doscientas mil personas. Y si le pasaba alguna cosa o no, a ninguna de éstas le importaba lo más mínimo.

Ernesto recordaba sus años en el pueblo, cómo se enamoró de Piedad. Las experiencias vividas en el campo, en la escuela, junto a su padre, junto a su madre. Recordaba su tierra y se le enternecía el corazón. Deseaba volver a su pueblo para vivir cada día respirando el aire limpio y fresco, notando el contacto con la naturaleza, pasando campo a través para atajar caminos y pisar la tierra, viendo las liebres correr, los corzos pastoreando a lo lejos. Y por tradición, o por genes, salir cada mañana de su casa a trabajar al tercer canto del gallo.

Por estas fechas, coincidió que Ernesto recibió una carta en la que Piedad le contaba que su padre había fallecido en un fatal accidente de caza. Parece ser que recibió un disparo fortuito de un compañero, a juzgar según las declaraciones de los demás testigos cazadores. Aunque también Piedad le explicaba que, como su padre por menos de un pimiento armaba un chandrío, a ella no le extrañaría que hubiera, o hubiese, sido un premeditado ajuste de cuentas. Piedad estaba apenada por ello, pero veía la luz del final del túnel de su vida de atadura paternal a rienda corta.

Ahora ambos, por fin, veían la oportunidad de juntar sus vidas, no sólo sus corazones como lo llevaban haciendo durante ya demasiado tiempo.

La tierra

Ernesto no dudó en tomar la rápida decisión. Hizo el equipaje y cogió el primer tren. Apenas doce horas después de haber leído la carta, Ernesto llegaba a la escuela. Los chillidos de juego infantil que se percibían le dieron a entender que era la hora del recreo. Rodeó el edificio hasta llegar a ver el patio repleto de niños y niñas. Ernesto buscó a Piedad entre los maestros que estaban en un coro, de pié, junto a la escalera de acceso al patio. Pero no estaba ella. Justo le había llegado el desánimo de su desconcierto cuando oyó a su espalda “!Ernesto!”. Se giró y, como un niño que contempla por primera vez un acontecimiento pirotécnico, Ernesto se encontró con Piedad. Ella lo había visto llegar y había salido de la escuela a su encuentro. Piedad se le acercaba corriendo, Ernesto se quedó parado un par de segundos, casi sin reaccionar, boquiabierto, contemplando cómo los cabellos de Piedad le brillaban con el sol, cómo abría los brazos mientras repetía su nombre, cómo de bella era su Piedad. Un instante más tarde Ernesto reaccionó, dejó su maleta en el suelo y corrió hacia Piedad fundiéndose en un fuerte abrazo. Ambos notaron la emoción, el amor, el palpitar de sus corazones. Se miraron a los ojos, sus miradas húmedas hablaban de te quiero, de por fin juntos, de para siempre juntos. Y se besaron. A pesar de las miradas de las niñas, los niños, las maestras, los maestros, el Señor Director y un buen grupo de gente del pueblo que ya se habían percatado de la situación. De pronto, el Señor Director gritó “!Rodríguez! ¿No le da vergüenza? Besar a la Señorita Piedad aquí, en público.” Pero todos los espectadores, bajo la complicidad que invitaba la situación, rompieron en un largo aplauso a los novios y el Señor Director se vio inducido a aplaudir también aceptando la excepcionalidad del caso.

Tras unos meses de intensivo noviazgo, la química de su amor llegó a la coagulación del matrimonio. Piedad y Ernesto se casaron en la iglesia parroquial del pueblo y, ante las miradas de todos, Dios incluido como testigo, firmaron su compromiso de amarse y respetarse toda la vida.

Ernesto obtuvo rentas de su vivienda de la capital y, cual hijo pródigo, sus padres lo apoyaron incondicionalmente en todo. Nunca se había imaginado que andar campo a través en su infancia le había sido un señuelo, como lo fue su amor por Piedad, para querer vivir en esas tierras. Se dedicó, por vocación y en devoción, a la recolección de los productos de la naturaleza según la época del año y la oportunidad laboral que encontraba: resina, setas, espárragos trigueros, cangrejos de río o madera de sabinares. También cuidaba de su huerto, que le proporcionaba las hortalizas y legumbres para su familia, y cuidaba de su pequeño corral que le proporcionaba huevos, carne, ...y el servicio de despertador que, por tradición, o por genes, lo arraigaba a sus progenitores.

Un anochecer, Ernesto y Piedad fueron hasta el mirador. Se sentaron en las rocas próximas al precipicio y se dispusieron a observar la puesta de sol. Juntos, viendo como el disco solar se ocultaba tras el horizonte rojizo, se cogieron de la mano en silencio y absorbieron en su memoria esos momentos. Momentos que los llenaba de felicidad. Y recordaron el primer beso con el que fraguaron su compromiso de amor, en ese mismo lugar, unos cuantos años atrás.

Ernesto sabía que esa era su tierra y Piedad su mujer. Para toda la vida. Allí habían nacido los dos. En esa tierra se había producido toda la química de su amor. Y en ese pueblo de la meseta central envejecerían juntos hasta que llegara, o llegase, el día en que como dijo el cura, en nombre de Dios, la muerte los separara. O separase.

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Y se unirían con su tierra, formando parte de ella.



Gràcia, octubre de 2008
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9 comentarios:

SYR Malvís dijo...

¡ Me caso en so, Cotoveliño¡
Sabes que siempre creí que eras mi ruína porque desde tu llegada a la Fraga arruinaste mi negocio, pues escorrentaste hasta la Guardia Civil. Empero, tras leer ( o mejor dicho escuchar) la conversación de esta tarde, bien doy por aparcados mis proyectos. Porque me has recordado, de modo brillante y vibrante, unos jirones de la niñez en los que fuí feliz. Yo tuve también esa escuela que, inaugurada por el Gobernador, estaba separada entre niños y niñas; tuve una Piedad, amor de mi entera y completa juventud, a la que conocí porque su tía era la maestra del grupo escolar; estuve retenido en ese "cuarto de las ratas" donde se apilaban los sacos de leche en polvo y cuyos agujeros no eran producto de roedores, sino de las "gorovitas" de nuestros aros con los que agujereábamos para extraerla. He vuelto a revivir la sensación del polvo blanco atascado en el cielo del paladar, las mañanas de rocío y la sensación del olor a piel y sudor de aquel patio y aquella aula...
También el canto del gallo que levantaba a mi padre.

Gracias por tu enternecedor relato; por tu perfecta descripción y ese retroceso en el tiempo que, a buen seguro, a muchos les recordará que una tierra, una vida sin el primer y único amor, es la sensación más impía a que el hombre puede enfrentarse.
Seguiremos conversando, Fiz.
Un fuerte abrazo y gracias por haber elegido la Fraga.

Anónimo dijo...

Hombre Malvís !

Con un recibimiento de tal calibre, seguro que mantendremos más conversaciones. Y aunque no favorezca a tu negocio, mucho me guardaré de encontrar la Santa Compaña.

Sentirse cómodo en Pechina o en La Fraga es fácil. Cómo no escogerlos, pues?

Un fuerte abrazo.

Baruk dijo...

Nunca la historia de tu vida es como la imaginas de pequeño, a veces, suele ser mejor.

Fiz dijo...

Y de mayor, vives la mejor historia de tu vida. Como nunca jamás la hubieras imaginado de pequeño.

Y a veces, te cuestionas si tú tienes algo que ver con quien eras de pequeño. Tal vez sólo los recuerdos de algunos bellos momentos nos unen a "tu" antiguo "yo".

Un abrazo, Baruk. Gracias por tu comentario y seguiremos conversando.

Anónimo dijo...

El pasado, férreo, inapelable, nos afecta y condiciona limitándonos en ocasiones.

El presente, concreto , tangible, nos absorbe ocupándonos y preocupándonos hasta la extenuación.

Sólo el futuro, incierto, enigmático, se presenta esperanzador como una promesa de bonanza y prosperidad.

Un fuerte beso.

Fiz dijo...

Sí, Pilara. Sí.

En el pasado deseé marcharme a América, ...y dejé incumplida la promesa de ir a San Andrés de Teixido.

En el presente, lanzo aullidos por las noches en este espeso bosque de Cecebre.

Y en el futuro... efectivamente. Se presenta en mi hogar como esperanzador de poder volver a sucumbir tres cerdos al finalizar cada otoño.

Un abrazo.

Félix Cotovelo

Anónimo dijo...

Queridísimo Fiz:

El secular afán emigratorio, reforzado por el también secular afán de no pagar el pasaje te harán pensar , con el tiempo que nunca es tarde para cumplir nuestros deseos y hasta la Santa Compaña puede ayudarte a conseguirlos, pues no hay obstáculos para ella, que sigue siempre en derechura, sobre los montes y sobre los barrancos y sobre el agua...
Ten en cuenta que es más difícil encontrar un cristiano dispuesto a peregrinar descalzo para cumplir promesas ajenas.
¡Es la vida!

Alkaest dijo...

Más vale llegar que rondar cien años.

Vagando por entre los desvanes de mi achacoso ordenador, abriendo baules cien veces vistos y nunca tocados, la mirada ha caido en esta entrada tan sustanciosa.
Y, lo que son las cosas, la memoria puso en marcha sus ruedecillas, para sacar del pozo del recuerdo vivencias olvidadas.
Yo también asistí a un colegio de esos, aunque nunca tuve valor para traspasar el umbral prohibido, eso sí, caté de aquella leche en polvo que "el amigo americano" mandaba a este "Tercer Mundo" sin desarrollar. Leche una vez a la semana, e incluso cada quince días un trozo de queso cremoso, que nos daban con el propósito de avivar la pequeña llamita de nuestra inteligancia. Por supuesto, el vaso para la leche, y el pan para el queso, corrían de nuestra cuenta.
Me recuerdo con el "babi" blanco y la bolsita de tela, igualmente blanca, donde guardaba vaso y pan, haciendo cola -perdón, fila- en el patio, junto a otros indocumentados como yo. Luego había que beberlo y comerlo todo, con sumo cuidado de no derramar una gota ni perder una migaja, porque entonces había castigo.
Algunos de esos indocumentados "realimentados" llegaron a sencillos tenderos, otros fueron ingenieros, alguno triunfaría en el hampa, e incluso uno llegó a deportista de élite con medalla olímpica incluida.
¿Tendría algo que ver, en todo ello, los "litros" de leche aguada y "kilos" de queso laigh, que nos metieron entre pecho y espalda?
¿O simplemente sería el destino, la casualidad, o la maldita genética?

Ya me gustaría saberlo, ya.

Salud y fraternidad.

Fiz dijo...

Alkaest,

Me alegro que te hayas atrevido a leer este ingenuo relatillo, y me alegro que haya servido para despertarte recuerdos dormidos en el fondo del baúl.

Un abrazo,


Publicación 2006
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